sábado, 10 de febrero de 2024

La reina de los dados

Escrito por: Mirosllav Kessien


No se veían desde hacía un año, tal vez dos. Pero bastaron cinco minutos de charla para que todo volviera a esa extraña normalidad que solo tienen los amigos que alguna vez coquetearon con algo más, pero nunca cruzaron la línea.

Ella, como siempre, impecable: no por la ropa —una blusa sencilla, una falda sin artificios— sino por su forma de estar, de mirar, de ocupar el espacio sin pedirlo. Él, en cambio, llegaba con el mismo desorden amable de siempre: una camisa mal metida en el pantalón, un reloj que no combinaba con nada y esa risa fácil que se le escapaba cuando no sabía qué decir.

Habían quedado de tomar un café en su apartamento, una excusa perfecta para no ir a lugares ruidosos. A mitad de conversación, cuando la charla ya había repasado lo laboral, lo sentimental y lo ligeramente vergonzoso, ella trajo una caja rectangular envuelta en una tela color granate.

—¿Qué es eso? —preguntó él.
—Un juego de dados. Artesanal. Lo compré en Oaxaca.
—¿Y viniste a retarme?
—No. Vine a enseñarte lo que pasa cuando se juega con una reina.

Él se rió. Pensó que era broma. Pero ella abrió la caja con la calma de quien inicia un ritual. Dentro había un tablero de madera clara, cuatro dados tallados a mano y un pequeño bloc con tapas negras.

—¿Qué se apuesta? —preguntó él, acomodándose en el sofá.
Ella arrancó una hoja del bloc, escribió algo en ella con letra firme y sin adornos, y la dejó frente a él.
“Quien gane decide. Quien pierda obedece.”

—¿Siempre tan directa? —dijo él.
—Solo cuando estoy segura de ganar.

No había condiciones explícitas, ni penitencias declaradas. Solo esa regla ambigua que flotaba como perfume denso en la sala.
El primer turno fue suyo. Ganó con facilidad. Ella aceptó su derrota con una inclinación elegante de cabeza.

—Tu penitencia —dijo él, aún confiado— es que me sirvas el vino.

Ella lo hizo sin protestar. Sin sumisión. Más bien como quien se complace en interpretar el rol momentáneo que sabe que pronto invertirá.

Y lo hizo.
La suerte cambió sin aviso. En la ronda siguiente, ella ganó. Luego otra vez. Y otra. Cada victoria era silenciosa, sin alardes, pero dejaba detrás pequeñas consecuencias:
—Dame tu reloj.
—Quítate los zapatos.
—Prohibido mirar el marcador durante la próxima tirada.
—Ahora jugamos con una sola mano.

Él fue perdiendo terreno como se pierde el tiempo: sin notarlo hasta que es tarde. Al final de la novena ronda, ella lanzó los dados con una precisión que parecía coreografiada. Sumó exactamente lo necesario.

—Última ronda —dijo—. Pero esta vez, si ganas, recuperas un objeto.
—¿Y si pierdo?
—Obedeces sin réplica.

Él tiró. Se detuvo. Observó los puntos.

Cinco.

Ella, con gesto medido, lanzó sus dados.
Siete.

No gritó. No sonrió. Solo escribió una nueva instrucción en su libreta, arrancó la hoja y se la entregó sin palabras.

Él la leyó en voz alta:

“Durante las próximas dos horas, estarás a mi servicio. No preguntarás. No interrumpirás. No te negarás. Y si dudas... tira un dado. Si sale par, continúas. Si sale impar, vuelves a empezar.”

—¿Me estás castigando o educando? —preguntó él.
Ella ya estaba de pie.
—Sígueme.

Fueron a la cocina. Sobre una silla había un delantal negro, con una flor roja bordada en hilo grueso. Ella lo tomó con delicadeza y se lo tendió.

—Póntelo. Aprieta bien los lazos. Hoy serás útil.

Él lo hizo, sin ironías. No había espacio para burlas. El ambiente se había cargado de un silencio nuevo, uno que no pesaba pero se sentía.

Ella se sentó en una banqueta, se cruzó de piernas y le indicó:

—Prepara café. Luego, el postre. Y mientras lo haces, silba. Lo que quieras, pero silba.

Él obedeció. No por miedo ni por deseo. Por una mezcla de respeto y fascinación que no supo nombrar.
Silbó un bolero mal recordado, volcó un poco de azúcar, se quemó el dedo con la tapa de la cafetera. Y ella observaba. No con superioridad, sino con esa concentración de quien escucha una sinfonía con los ojos.

Cuando terminó, ella probó una cucharada del postre, alzó una ceja apenas.

—Te falta técnica.
—No soy repostero.
—Hoy lo fuiste.

Se levantó, lo rodeó lentamente, como si lo examinara desde todos los ángulos. Luego tomó un paño, lo humedeció y le limpió una gota de chocolate del cuello con la suavidad de una escena ceremonial.

—Buen intento. Aún no estás listo para la cocina ciega.
—¿La qué?
—Un reto futuro. No preguntes.

Él asintió. Se quitó el delantal con cuidado, lo dobló y lo dejó en la silla como si fuera una prenda valiosa. Ella ya estaba en la sala, guardando los dados en la caja.

Solo entonces, al mirarse en el reflejo del microondas, notó lo que ya no tenía.
Miró sus muñecas: sin reloj.
El bolsillo: sin celular.
Los pies: descalzos.
Su dignidad, en paradero no muy claro.

Se acercó al sofá y comenzó a hacer un recuento de pérdidas en voz baja:

—Mi reloj...
—En mi bolso —respondió ella, sin levantar la vista.
—Mi celular...
—En la repisa. Silenciado.
—Los zapatos...

Ella lo interrumpió con un movimiento lento de cabeza. Se puso de pie, fue hasta una esquina del salón y regresó con una caja blanca. Se la tendió sin sonreír.

—Tus zapatos están aquí.
—¿Aquí... dónde?
—Aquí. En esta caja. —Le entregó el paquete como quien entrega un animal dormido.

Él lo abrió. Dentro había un par de pantuflas grises, suaves, mullidas, con la cara de un gato bordada al frente.

—¿Esto es una broma? —preguntó, incrédulo.
—No. Eso es lo que usarás para irte a casa. Los dados hablaron. Y los gatos no muerden.

—¿Y mis zapatos de verdad? —insistió, al borde de la súplica.
Ella se encogió de hombros con delicadeza.
—Pasarán la noche conmigo. Para que pienses mejor tu estrategia la próxima vez.

Él volvió a mirar la caja. Luego a ella. Luego a sus pies. Y suspiró.
Se puso las pantuflas con resignación y un hilo de vergüenza divertida.
El delantal seguía sobre la silla, como recordatorio de su rol reciente.

—¿Volveremos a jugar? —preguntó entonces, mientras se alisaba los pantalones y recogía su dignidad con ambas manos.

Ella no respondió. Cerró la caja de los dados, la envolvió con precisión dentro de la tela granate, y al hacerlo, pareció cerrar también el capítulo.

—Eso no depende de ti —dijo, con voz suave.

Él abrió la puerta. El frío del pasillo le golpeó los pies cubiertos de gato mullido.
Y mientras bajaba en ascensor, sintió que había perdido muchas cosas en ese apartamento…
y que tal vez, sin saberlo, había ganado el derecho de regresar.

 

Analytic