Escrito por: Mirosllav Kessien
No se veían desde hacía un año, tal vez dos. Pero bastaron cinco minutos de charla para que todo volviera a esa extraña normalidad que solo tienen los amigos que alguna vez coquetearon con algo más, pero nunca cruzaron la línea.
Ella, como siempre, impecable: no por la ropa —una blusa
sencilla, una falda sin artificios— sino por su forma de estar, de mirar, de
ocupar el espacio sin pedirlo. Él, en cambio, llegaba con el mismo desorden
amable de siempre: una camisa mal metida en el pantalón, un reloj que no
combinaba con nada y esa risa fácil que se le escapaba cuando no sabía qué
decir.
Habían quedado de tomar un café en su apartamento, una
excusa perfecta para no ir a lugares ruidosos. A mitad de conversación, cuando
la charla ya había repasado lo laboral, lo sentimental y lo ligeramente
vergonzoso, ella trajo una caja rectangular envuelta en una tela color granate.
Él se rió. Pensó que era broma. Pero ella abrió la caja con
la calma de quien inicia un ritual. Dentro había un tablero de madera clara,
cuatro dados tallados a mano y un pequeño bloc con tapas negras.
—Tu penitencia —dijo él, aún confiado— es que me sirvas el
vino.
Ella lo hizo sin protestar. Sin sumisión. Más bien como
quien se complace en interpretar el rol momentáneo que sabe que pronto
invertirá.
Él fue perdiendo terreno como se pierde el tiempo: sin
notarlo hasta que es tarde. Al final de la novena ronda, ella lanzó los dados
con una precisión que parecía coreografiada. Sumó exactamente lo necesario.
Él tiró. Se detuvo. Observó los puntos.
Cinco.
No gritó. No sonrió. Solo escribió una nueva instrucción en
su libreta, arrancó la hoja y se la entregó sin palabras.
Él la leyó en voz alta:
“Durante las próximas dos horas, estarás a mi servicio.
No preguntarás. No interrumpirás. No te negarás. Y si dudas... tira un dado. Si
sale par, continúas. Si sale impar, vuelves a empezar.”
Fueron a la cocina. Sobre una silla había un delantal negro,
con una flor roja bordada en hilo grueso. Ella lo tomó con delicadeza y se lo
tendió.
—Póntelo. Aprieta bien los lazos. Hoy serás útil.
Él lo hizo, sin ironías. No había espacio para burlas. El
ambiente se había cargado de un silencio nuevo, uno que no pesaba pero se
sentía.
Ella se sentó en una banqueta, se cruzó de piernas y le
indicó:
—Prepara café. Luego, el postre. Y mientras lo haces, silba.
Lo que quieras, pero silba.
Cuando terminó, ella probó una cucharada del postre, alzó
una ceja apenas.
Se levantó, lo rodeó lentamente, como si lo examinara desde
todos los ángulos. Luego tomó un paño, lo humedeció y le limpió una gota de
chocolate del cuello con la suavidad de una escena ceremonial.
Él asintió. Se quitó el delantal con cuidado, lo dobló y lo
dejó en la silla como si fuera una prenda valiosa. Ella ya estaba en la sala,
guardando los dados en la caja.
Se acercó al sofá y comenzó a hacer un recuento de pérdidas
en voz baja:
Ella lo interrumpió con un movimiento lento de cabeza. Se
puso de pie, fue hasta una esquina del salón y regresó con una caja blanca. Se
la tendió sin sonreír.
Él lo abrió. Dentro había un par de pantuflas grises,
suaves, mullidas, con la cara de un gato bordada al frente.
—¿Volveremos a jugar? —preguntó entonces, mientras se
alisaba los pantalones y recogía su dignidad con ambas manos.
Ella no respondió. Cerró la caja de los dados, la envolvió
con precisión dentro de la tela granate, y al hacerlo, pareció cerrar también
el capítulo.
—Eso no depende de ti —dijo, con voz suave.