Eran los años setenta, la época en que Maicao era la ciudad más bulliciosa del mundo y la que atraía más turistas por cada mil habitantes en todo el país. No se trataba de turistas que vinieran a conocer las montañas de basuras que se acumulaban en la plaza Simón Bolívar ni los charcos de la calle 14 inmortalizados en una canción de Roberto Solano, sino de visitantes que venían a comprar mercancías a precios que eran muy bajos y por lo tanto muy atractivos.
Con lo que un padre de
familia compraba un televisor en Bogotá o Barranquilla podía comprar cuatro o
cinco en Maicao y con lo que costaba una botella de whisky en cualquier ciudad
del país, podía comprar la caja completa en una de las provisiones de la calle
12.
Pero no es de turismo, ni de televisores ni de whisky de lo
que quiero escribir sino de mi amado Gimnasio Girardot, el colegio en el que
cursé mi primaria y pasé muy buenos años de la infancia al lado de Mauricio
Alarcón, Fredy Arrieta, Ildefonso Sánchez, Alejandro Suárez y José Manuel Polo.
Por supuesto que la lista era más larga (en el curso éramos como veinte) pero
la voy a dejar hasta ahí a ver si aparecen algunos de los compañeros que desde
hace mucho se han perdido en las brumas del tiempo, aunque permanecen intactos
en las páginas de los recuerdos.
Estoy
omitiendo sus nombres de manera no tan involuntaria a ver si aparecen, aunque
sea para hacerme el reclamo.
El Girardot era un buen colegio en el que se enseñaba con el
amor en una mano y la disciplina en la otra. La señora Sara, por ejemplo, iniciaba
a sus alumnos en las tablas de multiplicar apoyada en una tabla tipo regla; la
fórmula era fácil: un reglazo para el que no se supiera la tabla del uno, dos
para el que fallara en la del dos y así sucesivamente… hasta que el estudiante
estuviera bien educado.
Los profesores, a la usanza de la época, eran experto en
métodos de avanzada inquisición educativa y aplicación social. Eran famosos y queridos, no por los métodos,
sino a pesar de ellos.
Afortunadamente los espacios eran amplios y los salones
tenían suficiente ventilación en iluminación natural. En recreo todo era ruido,
pero a la hora de clases escucharse hasta el zumbido de una mosca.
El silencio
sería sepulcral de no ser por las voces de los profesores tratando de
transmitir los contenidos de los libros y …por el desordenado estilo de Polo,
uno de los estudiantes más desordenados del mundo, el mismo que había puesto a
prueba la paciencia de Dilia, la profesora más tierna de la ciudad y había
desafiado las reglas de Rita, la adusta directora del colegio.
Polo era el encargado
de tirar los cuadernos de sus compañeros contra las aspas de los ventiladores
para ver cómo volaban las hojas hacia todas partes, era el que se trepaba al
techo para verificar la resistencia de las láminas de asbesto, invadía la
cancha y se robaba el balón en plena final del campeonato Inter cursos, era el
que desaparecía la tiza y el borrador del profe de matemáticas…y también tenía
la costumbre de limpiar la silla de los maestros para que estos la encontraran
limpia.
A veces, por puro descuido, dejaba sobre el asiento una bolita de
chicle de manera que cuando se levantaban, después de llamar a lista, lo hacían
con la silla pegada al trasero. Un día burló la vigilancia del coordinador de disciplina,
se subió a un escritorio y tocó el timbre que indicaba la hora de salida media
hora antes, lo cual revolucionó al plantel porque todos los estudiantes
corrieron a la puerta y aún los profesores terminaron más temprano sus clases
en la creencia de que todas las actividades terminaban más temprano, tal vez
por ser vísperas de las fiestas de San Martín, el patrono del barrio en que
estaba ubicado el colegio.
Las travesuras de Polo terminaban indefectiblemente en una de
estas tres situaciones: llamado a la
coordinación, en donde el profesor Pareja le suministraba treinta amables correazos;
llamado a la dirección, en donde la
señora Rita lo amenazaba con la expulsión; el paso por la sala de consulta en donde la
seño Margarita lo sentenciaba a, por lo menos, dos horas de reclusión en el cuarto oscuro, un pequeño calabozo si
ventanas, cuyo único adorno era un mico disecado, sin ventanas, sin luz y sin
muebles. Allí aguantaban el suplicio de
la privación de la libertad los reos de Margarita, hasta cumplir el último
segundo del último minuto de la pena asignada.
Polo era posiblemente el niño más famoso no solo del colegio
sino del barrio, pues se le había visto en los patios del vecindario robando
mangos y mamones en lo más alto de los árboles a los que subía con destreza
felina y de los que bajaba con mucha dificultad.
Un día la calma de la mañana fue interrumpida por el golpe de
una piedra contra un vidrio que se hizo añicos. En menos de dos minutos los
profesores y los estudiantes estaban reunidos en la rectoría y hacían
conjeturas sobre el causante del pequeño desastre. Las esquirlas de vidrio
estaban cobre los escritorios, también en el piso y hasta en el cabello de
Dorita, la encargada de hacer el aseo.
Por encima del murmullo se escuchó la voz fuerte y firme de
la profesora Dilia:
-¡Yo vi a Polo!
Todos la miraron y movieron la cabeza afirmativamente, para
darle la razón a quien había hecho la categórica afirmación. Margarita la miró
complacida, como dándole las gracias por la oportunidad que le daba de tener un
cliente en el oscuro aposento de castigos.
Ya iban en busca de Polo cuando el profesor Pareja los detuvo
-¡No puede ser! ¡Debió haber sido otra persona!
-¿Cómo se atreve a defenderlo? Era la voz de Duarte, el
director de grupo. Polo siempre es culpable de todo
-Sí, pero acá tengo su excusa. Hace tres días no viene a
clases porque está enfermo de varicela.
Ustedes dicen ver lo que no han visto.
Dilia miró avergonzada hacia el suelo y comenzó a caminar
hacia su salón de clases, como lo hicieron todos.
¿Por qué siempre culpan a Polo? Decía Pareja, mientras
guardaba la excusa en una carpeta.
¿Por qué será? Por que él siempre tiene la culpa de todo.
Años después aún no se sabe quién rompió la ventana y la
calma en ese lejano día de clases.