Escrito por: Alejandro Rutto
Las reuniones siguen gozando,
increíblemente y contra toda lógica, de buena prensa en las organizaciones.
La gente les rinde culto porque en ellas, según se dice, se tratan los
problemas, se resuelven dudas, se buscan soluciones y se encuentra la felicidad.
Y la gloria, dirían sus apologistas.
Sin embargo, detrás de todos estos anuncios favorables hay algo más, sobre lo
cual guardan silencio inexplicable no solo los medios de comunicación sino
los altos ejecutivos de las empresas; los empleados de nivel medio; los
líderes comunitarios y toda persona a quien alguna vez en la vida le ha
correspondido el turno de someterse a una tortura de dos tres cuatro o cinco
horas a la cual llaman con el llamativo y maquillado nombre de “reunión”.
No se trata de que las reuniones no
sirvan para nada. No señor, ni más faltaba que alguien cometa el atrevimiento
de hacer semejante afirmación. Las reuniones sirven para muchos fines: para
perder el tiempo, para conversar de todos los temas del mundo; para encontrar
a los amigos a quienes hace tiempo no vemos; para dibujar mamarrachos en las
hojas en blanco gratuitas que nos reparten; para hacernos los entendidos
tomando la palabra una y otra vez; para conocer las enfermedades, las
dificultades, los trances, conflictos y apuros de quienes no pudieron llegar
a tiempo o no llegaron nunca. Y finalmente una reunión, lo que se dice una
“buena reunión”, es decir , de esas que comienzan una hora después de lo
previsto y que termina cinco horas después, en el mejor de los casos, sirve
para perder mucho dinero.
Si no lo cree calcule cuánto cuesta,
en promedio, una hora del tiempo de cada uno de los concurrentes y
multiplíquelo por el total de la asistencia y luego por el tiempo en que
estuvieron reunidos.
De la especie humana que todavía goza
de un empleo, o al menos pertenece a un grupo en donde tiene la suficiente
simpatía como para ser invitado habitual a reuniones, es muy posible que con
cierta frecuencia se vea en la necesidad de someterse al martirio de pasar
una buena parte de su vida asistiendo a reuniones en las que no quiere y
definitivamente no le interesa estar.
Usted, querido amigo, reciba con
afecto este consejo: no se deje sancionar ni regañar. En la vida no se puede
dar papaya y menos cuando se trata de asuntos laborales.
Así que, resígnese, despídase de sus
otros planes, de su trabajo serio, de sus compromisos verdaderos y asista
obediente y sumisamente a su reunión.
Sin embargo, aquí entre nos, sin que
se entere nadie más, quiero darle una buena noticia: el sufrimiento no es
ineludible. Por lo menos no lo será si sigue las siguientes instrucciones:
1. Nunca llegue puntual. Normalmente quienes convocan a reuniones no
están interesados en comenzarlas a tiempo. Así que, no se afane, tómese su
tiempo para sus otras actividades y preséntese, cuando menos, con media hora
de retraso. Si otros idiotas no se le han adelantado, usted será el primero
en llegar.
2. Lleve suficiente papel para que dibuje mamarrachos y garrapatee
frases que solo usted entiende. Con esto logrará dos objetivos: por una parte
creerán que usted está muy concentrado en la reunión y, por la otra, le
quedará a usted un buen material probatorio para cuando
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vaya a escribir un artículo sobre la
inutilidad de las reuniones.
A la cifra anterior súmele los gastos
de transporte, refrigerios, electricidad y otras erogaciones y tendremos como
resultado una cantidad de dinero que bien pudo haberse invertido en
propósitos muy nobles que hablar paja durante jornadas interminables.
Pero mucha atención: si usted es un
simple mortal perteneciente a esa secta privilegiada
3. Ponga su teléfono móvil en silencio para que no pase por la vergüenza de
cortarle la inspiración a quien esté haciendo uso de la palabra. Pero no lo
apague: aproveche para mandar mensajes de textos. Y si no tiene a quién
enviarle mensajes, mándeselos a usted mismo. Así tendrá un bonito recuerdo de
la temporada.
4. Participe con frecuencia aunque no tenga la menor idea
del tema. De esta manera
usted dará la impresión de que es una persona comprometida con la organización
y, sobre todo, con quienes lo han invitado. Además usted contribuirá de
manera talentosa a prolongar la reunión y se ganará el aplauso de las
mayorías.
El único inconveniente de esta
estrategia consiste en que en el futuro le van a llover nuevas invitaciones a
un buen número de reuniones.
5. Nunca se le ocurra pedir una mayor agilidad en el
desarrollo de las
discusiones. Cualquiera podría argumentar que usted desea evitar o tratar
superficialmente las sustanciales cuestiones de las cuales depende el futuro
del país y de la humanidad.
6. Cuando el debate se encuentre empantanado usted puede ganarse el derecho a ingresar
a la galería de la fama e inmortalizarse por sus propuestas inteligentes:
sugiera la creación de un comité. No le aseguro que de esta manera salgan
definitivamente del atolladero pero logrará dos cosas: convertir un problema
pequeño en un problema gigante y crear la necesidad de nuevas reuniones.
7. Vuelva a tocar temas sobre los cuales se ha hablado lo
suficiente. Esta es una
buena forma de reanimar una reunión cuando se encuentra a punto de terminar.
8. Insinúe, con toda la seriedad del mundo, que dada la importancia de los temas
tratados y “el poco tiempo” (solo seis horas) que se ha tenido para hacer los
estudios, los análisis y las discusiones, es necesario continuar las
deliberaciones en horas de la tarde o al día siguiente según sea el caso. No
de su brazo a torcer: si usted se rinde en este tema podría estar renunciando
a la gloria.
9. Felicite a los organizadores de la
reunión y hágales saber que éstas deben hacerse con más frecuencia. Al
terminar la reunión, póngase serio de nuevo. Recoja sus cosas con cuidado
(procure que no se le queden los mamarrachos y las hojas en que ha escrito
frases como “maldita reunión” o “¿a qué hora se irá a terminar esta farsa?”,
“¿Por qué el desgraciado de mi jefe habla tanto?”.
Encomiéndese a su Creador y pida con
devoción que se acaben pronto en el mundo todas las formas de tortura.
Incluso aquellas que parecen inofensivas. Como las reuniones, por ejemplo.
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sábado, 23 de abril de 2016
Consejos para sobrevivir a una reunión aburrida
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lunes, 4 de mayo de 2009
De las reuniones largas, líbranos señor
Por Alejandro Rutto Martínez
Y de las que no son largas también. Así piensan algunos de mis mejores amigos acerca del tema. Uno de ellos, el más fundamentalista piensa que éstas no sirven para nada y se ufana al decir que tiene diez años que no pierde su tiempo asistiendo a ellas.
Bueno, ya debe tener como once porque, lo conocí, precisamente en una reunión y nuestra amistad se fortaleció mientras asistíamos a este tipo de eventos, pero hace algún tiempo no lo veo.
Antes era el más puntual y consagrado: según su disciplina debía ser siempre el primero en llegar y el último en irse. Pero con el tiempo su entusiasmo se marchitó cuando descubrió que llegar de primero no servía de nada porque las reuniones no comienzan cuando llega el más puntual sino cuando hace su aparición el último de los incumplidos.
Él ignoraba la decisión secreta de quienes convocaban: «digamos que la reunión es a las tres, para que vengan a las cuatro». Mi amigo ignoraba el perverso acuerdo y por eso era, según él mismo se califica, «el primer idiota en llegar» y quedarse esperando treinta, cuarenta, cincuenta y sesenta minutos hasta cuando llegaba el más retrasado de los retrasados. «Un domingo por la tarde, el único rato de la semana en que puedo descansar, me hicieron ir a una reunión: duramos dos horas esperando el inicio y otras dos discutiendo tonterías.
Desde ese día me convertí a una religión cuyo único credo es no asistir, por nada del mundo, a una reunión». Otro de mis amigos, menos fundamentalista, tiene como norma de vida asistir a reuniones que duren sólo una hora o menos.
En caso de que se cumplan sesenta minutos sin que el moderador exprese la anhelada frase «No habiendo nada más que tratar...», simplemente recoge sus cosas, las mete en el maletín y... se retira, sin pedir permiso ni despedirse.
De acuerdo con su filosofía una reunión prolongada solo servirá para perder el tiempo. Su norma de conducta es clara en este aspecto: «si yo soy el «dueño» de la reunión la termino a los cincuenta y nueve minutos y si soy invitado me voy antes de que se cumpla una hora.
Mi tiempo vale mucho para perderlo inútilmente». Los expertos en el tema son menos drásticos pero igual hacen serias recomendaciones para evitar que una buena reunión se constituya en algo interminable, aburrido e inútil.
Esa necesario no hacerlas con tanta frecuencia, respetar el día y la hora para la cual fue convocada, no hacerlas demasiado largas, controlar adecuadamente el tiempo, fijar un orden del día con dos (máximo tres) puntos claves y, algo para no olvidar nunca, fijar una hora para terminar y hacer el máximo esfuerzo para respetarla. Así los asistentes podrán programar otras actividades en las que estén comprometidos.
Hoy volví a saber de mi amigo el fundamentalista. Lo invité para una reunión y me respondió con una nota de cuatro líneas: «a todo el que me invite a una reunión lo excluyo de la lista de mis amigos. Y a quien me llame para una reunión de domingo en la tarde lo declaro objetivo militar».
Hoy tengo un amigo menos pero puedo estar tranquilo: la reunión a la que lo invité no era domingo sino jueves.
Bueno, ya debe tener como once porque, lo conocí, precisamente en una reunión y nuestra amistad se fortaleció mientras asistíamos a este tipo de eventos, pero hace algún tiempo no lo veo.
Antes era el más puntual y consagrado: según su disciplina debía ser siempre el primero en llegar y el último en irse. Pero con el tiempo su entusiasmo se marchitó cuando descubrió que llegar de primero no servía de nada porque las reuniones no comienzan cuando llega el más puntual sino cuando hace su aparición el último de los incumplidos.
Él ignoraba la decisión secreta de quienes convocaban: «digamos que la reunión es a las tres, para que vengan a las cuatro». Mi amigo ignoraba el perverso acuerdo y por eso era, según él mismo se califica, «el primer idiota en llegar» y quedarse esperando treinta, cuarenta, cincuenta y sesenta minutos hasta cuando llegaba el más retrasado de los retrasados. «Un domingo por la tarde, el único rato de la semana en que puedo descansar, me hicieron ir a una reunión: duramos dos horas esperando el inicio y otras dos discutiendo tonterías.
Desde ese día me convertí a una religión cuyo único credo es no asistir, por nada del mundo, a una reunión». Otro de mis amigos, menos fundamentalista, tiene como norma de vida asistir a reuniones que duren sólo una hora o menos.
En caso de que se cumplan sesenta minutos sin que el moderador exprese la anhelada frase «No habiendo nada más que tratar...», simplemente recoge sus cosas, las mete en el maletín y... se retira, sin pedir permiso ni despedirse.
De acuerdo con su filosofía una reunión prolongada solo servirá para perder el tiempo. Su norma de conducta es clara en este aspecto: «si yo soy el «dueño» de la reunión la termino a los cincuenta y nueve minutos y si soy invitado me voy antes de que se cumpla una hora.
Mi tiempo vale mucho para perderlo inútilmente». Los expertos en el tema son menos drásticos pero igual hacen serias recomendaciones para evitar que una buena reunión se constituya en algo interminable, aburrido e inútil.
Esa necesario no hacerlas con tanta frecuencia, respetar el día y la hora para la cual fue convocada, no hacerlas demasiado largas, controlar adecuadamente el tiempo, fijar un orden del día con dos (máximo tres) puntos claves y, algo para no olvidar nunca, fijar una hora para terminar y hacer el máximo esfuerzo para respetarla. Así los asistentes podrán programar otras actividades en las que estén comprometidos.
Hoy volví a saber de mi amigo el fundamentalista. Lo invité para una reunión y me respondió con una nota de cuatro líneas: «a todo el que me invite a una reunión lo excluyo de la lista de mis amigos. Y a quien me llame para una reunión de domingo en la tarde lo declaro objetivo militar».
Hoy tengo un amigo menos pero puedo estar tranquilo: la reunión a la que lo invité no era domingo sino jueves.
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