Escrito por: Alejandro Rutto Martínez
Los
niños saltan, gritan, trepan a los árboles, dejan los chicles tirados en el
suelo, desarman en 10 minutos los juguetes cuya fabricación tardó varias semanas
y, como si fuera poco, se niegan a tomar los jarabes que sus padres tratan de
darle por su propio bien. Como si lo anterior fuera poco, en la tarde prefieren
irse a jugar fútbol, en lugar de hacer las tareas como debería ser.
La mayoría
de ellos están terriblemente enfermos de algo que se llama niñez, cierta condición
caracterizada por una sobredosis de energía que no puede gastarse tan fácilmente
en un aula de clases en donde hay que permanecer sentado por horas bien sea con
el rostro inclinado sobre las desafiantes hojas en blanco de un odiado cuaderno
de matemáticas o en un tablero plagado de números, letras y símbolos.
Por supuesto, esa sobreabundancia de
adrenalina tampoco puede ser bien encausada en la mesa de tareas del hogar por
más que sobre ésta reposen unas galletitas recién salida del horno y un vaso
avena bien fría.
Se
necesita algo más que la dulce palabra de una desesperada madre que le pide
concentrarse en la tarea y mucho más que la insistencia de la maestra (“la
intensa esa”) para convencerlo de que se
quede quieto al menos por un rato, mientras el sistema logra depositar en su
cerebro casi virgen el necesario flujo del conocimiento.
El
papá, la mamá, la directora, el sacerdote
y el tío bueno que a veces viene de visita a la casa le repetirán al
niño una y otra vez que estudie, porque la educación es el mejor regalo que sus
padres le puedan dar. Que haga las tareas, porque es por su propio bien. El
niño cerrará los ojos o mirará para otro lado y recordará que la frase “por tu
propio bien” será el fatal anuncio de un episodio doloroso próximo a ocurrir,
como la aparición de la enfermera con una bandeja de agujas hipodérmicas o una
cirugía de rodillas o la extracción de las cordales.
En
la niñez, la escuela representa la pesadilla de todo lo que un niño travieso (o
sea normal) odia: límites, encierro, paredes, rejas, candados, horarios,
prohibiciones, castigos, gritos del
tipo “quédate quieto” y “eso no se
puede”. En resumen, una escuela de tipo
carcelario.
Pero
¿tiene que ser siempre así?
Por
supuesto que no. La escuela también puede ser de puertas abiertas, de maestros
“desordenados” igual que sus estudiantes y ¿por qué no? De rejas sin abrir, de
avioncitos y de columpios, de casitas encima de los árboles y de clases al
estilo “aprendamos inglés jugando fútbol”,
como lo hace un profesor rebolero en el colegio más grande de Riohacha.
¿Por
qué insistir en una escuela aburrida si podemos cambiarla por el escenario
feliz de una escuela seductora? ¿Por
qué no jugamos a inventar nuevas palabras como, por ejemplo, “Gol-inglish”, “geowaré” o
“facemáticas”, para acercarnos un poco más a la cotidianidad y a las
expectativas de los estudiantes?
Juguemos
en la mañana y en la tarde. Juguemos a
tener una escuela enamoradora, alejada lo más que se pueda de los tristes
recuerdos de la represiva inquisición.
En
otras palabras abandonemos la escuela carcelaria y remplacémosla por una escuela libertaria y sin muros.
Cambiemos
el dolor de cabeza de la educación opresiva por los aires frescos de la
educación seductora. Se me ocurre que podríamos llamarla Seduccación.