Por: Manuel Palacio Tiller
Providencialmente situada al arrimo del ramal oriental de la cordillera de los Andes, aquí conocida como Montes de Oca, o Serranía de Perijá, franja de territorio guajiro privilegiada por su hermosa pradera, tendida hasta las estribaciones de Majayüle por el sur, y, por el occidente hasta las fértiles riberas del Rio Ranchería; bañada por el Rio de Paraguachón, ricamente vestida por una alfombra de pastos naturales.
Maicao, fronteriza ciudad colombiana a 12 kms de Paraguachón en el límite con Venezuela, lugar de paso de la carretera transversal del Caribe, a 76 kms de Riohacha, 152 kms de Maracaibo, se une con Valledupar pasando por todos los floridos pueblos de la antigua Provincia de Padilla, ubicada en la cabecera del desierto, construida sobre un arenal a 52 kms sobre el nivel del mar, con 28º de temperatura, sitio de negocio, trozo de estepa inmemoriablemente poblada por caciques guajiros.
Maicao, hoy en la leyenda, tierra del “abuelo de la barba de maíz”, hija del destino, de la suerte y el azar, cuando en las playas del norte, las goletas contrabandistas que discurren calladas y ebrias, como sus marineros en las noches lúbricas de los puertos… de aquellos puertos, después de aquella última mirada que hizo cada quien de los que partieron desde la ensenada verde de Tucuracas, profundamente verde, con verdura de puerto tropical, se perdió de vista, confundida, disuelta en el agua del mar.
Tucuracas, puerto natural cuya fundación ordenada por el ingeniero y Brigadier español Antonio de Arévalo cuando vino a pacificar a los indios guajiros en 1773 cerca a una laguna que llevó el nombre completo de San Pablo de Tucuracas.
Los que partieron solo trajeron el recuerdo de aquella inmensa rada donde llegaba un rumor confuso de voces, cantos, gritos y disparos; y todo, lo que guarda el recuerdo de las siluetas de aquel escandaloso puerto, mezcla imprecisa de colores, de pitos y rostros, donde en la arena habían florecido tiendas sonoras como las olas, con el viento del mar, aquellos tabucos improvisados donde se acomoda la vida y los marineros margariteños, con la faja atravesada, por un cuchillo y el andar vacilante y rostros señalados por cicatrices profundas, donde las rameras de Santa marta, Maracaibo y las Islas Antillanas se confundían con los comerciantes, “turcos”, franceses, colombianos, venezolanos, que formaban la mezcolanza de razas y tipos, donde abrían las conchas de moluscos y si encontraban el prodigio de nácar, gritaban… perlaaa, perlaaa… y sonaban disparos por todas partes en el sur de Cabo de la Vela.
Maicao, enclave wayuu, cuando la sabana con su estampa descolorida se entregaba libre y anchurosa con sus harapos de miseria, su canícula ardiente y su soledad inmensa de dolor, de abstinencia, de abandono y se negaba vitalidad alguna, cuando, como signos adustos y milenarios de toda una tragedia, estaban los cardones diseminados en la pampa llevando sus duras espinas como único mensaje de la tierra y sólo el soñar cuajaba volcanes de esperanza que mantenían sobre la tierra dura, hosca al indio, en la inclemencia inveterada el desierto.
La península guajira clamaba mas fuerte su canto de dolor en sus agónicos veranos, cuando el ganado, los caballos y chivos en época de abundancia alegraban la sabana, ahora se arrastraban sin aliento entre ramazones de espinas hasta caer desvanecidos de hambre y sed; los wayuu, alucinados por la ardiente fascinación de la pampa y los ojos vidriosos de miedo, en un trance de angustia insuperada, emprenden viaje hacia las sabanas de ANOUI con sus animales por delante y sólo pocos llegaron con vida, pues, quedaron regados a lo largo de la estepa rajada por el verano que excedía de duro y producía rasquiñas en el penoso viaje que narró “Briscol” Antonio J. López, en su libro Los dolores de una raza.
Maicao, la de aquellos tiempos de Amaiceo, la hija predilecta del gran cacique José Dolores – UNUPATA-, la que pobló con labradores venezolanos traídos para sembrar potreros y levantar pajonales para los caballos de dos mil guerreros indios que se habían convertido en una máquina de guerra a lo largo y ancho de la península; también los núcleos familiares arrimados de la antigua Provincia de Padilla que deambulaban como hojas secas de otoño en busca de piedra grande que los atajara; otros tantos, los comerciantes riohacheros que buscaban sitios para establecer tiendas de abarrotes después de la guerra de los mil días, unidos entonces, los playeros, los desplazados por el verano, formaron un pueblo que tomó el nombre de un lugar de acopio de quintales de maíz que producía la tierra feraz, de lo que hoy se llama Carraipia y sin saber qué le deparaba el destino, poblaron a Maiko-ou.
El poblamiento fue rápido y se dio el comienzo de un comercio de trueques con los comerciantes venezolanos que traspasaron la frontera en busca de carne, leche, queso, ganado en pie para proveer la demanda marabina, la demanda que con la presencia de las petroleras que daba comienzo a una bonanza allá y aquí, a los dueños de aquellas crías que se multiplicaron después de haber llegado y dejado en el camino la gran parte de sus animales por la sed y el hambre en las desoladas estepas que llenaron de esqueletos. Maicao, se convertiría en lugar de paso y transito al norte peninsular, luego el destino a la par la convirtió en “La luz de la frontera”.
Maicao, convertida en prospera población, no sólo se trasladaron y se concentraron los negocios, también las contradicciones. Los límites del derecho colombiano y el consuetudinario wayuu, y el respeto cultural estaban lejos de resolverse y sobre su geografía de asimilaron viejos conflictos llegados de todos los rincones de la penínsulas y otros nuevos que surgieron en la lucha por la vida, el espacio y la primacía por los negocios.
La venganza aplazada de confrontaciones claniles y entre indígenas y alijunas la convirtieron en campo sangriento y todo se posibilitó en su plaza. De allí en adelante se tomó un marcado signo de tragedia y dolor y un destino de infortunio, pues el comercio estuvo amparado por el poder de las armas dispuestas asomar la trompetilla cuando fuere necesario. Fenómeno que se replicó en casi todas las actividades. La tradición y el prestigio de obtenían por la fortaleza económica venga de donde venga. Se perdió toda ética de prosperidad.
Maicao, en la década de los años 40 se comienza a construir la capilla para el santo José padre putativo de el hombre que se convirtió en Dios, cuando los feligreses maicaeros se cansaron de ir a Paraguaipoa en el vecino país a venerar aquel santo padre, que un día se quedó definitivamente en la pequeña iglesia y en el corazón de los creyentes que los días 19 de marzo se reunían alborozos a expresar su religiosidad bajo la sombra dulce de un árbol que llamaron “cacaíto”, símbolo este árbol de retaso de historia.
Nació esbelto y en su frente aquella capilla donde los hijos del poblado recibieron el agua sagrada de la pila bautismal. Bajo su sombra se abrieron las esperanzas. Y como los habitantes de cualquier pueblo, el árbol, sufrió los embates de la inconsciencia de muchos que no supieron comprender la bondad de su presencia.
Agraviado tantas veces a machete, hacha, y por último destrozada sus raíces y convertidas en leñas; el árbol de cacaíto, demostró su garra de “viejo invencible”. Toda vez que nos preocupaba su suerte ya convertido en tronco el volvía reverdecer contagiándonos el animo a seguir adelante. Fue un símbolo. Los inmorales dañaron sus fibras pero no sus entrañas, siguió de pie hasta convertirse en emblema de fortaleza y seriedad.
Sólo, tierra de Dios, a los treinta años te hiciste mayor de edad cuando te elevaron a la categoría de municipio y fuiste reconocida a nivel de patria al incorporarte a los cuadernos de la nación y los gobernantes pusieron los ojos en ti, no para ayudarte sino con el deseo de domarte y no pudieron, por eso te volviste rebelde y no creíste en nadie sino en el destino que tenias predestinado por Dios y tus hijos; no tuviste ley que regulara tus comportamientos y te relajaste; las cantinas y los burdeles con coyas abordo fueron el espectáculo de su existir, y en carros lujosos los venezolanos venían a saciar su lujuria pecaminosa y tus hijos contaminados también sufrieron el paso de aquella trata una de las tantas que pasaron por tus calles arenosas.
Maicao, tierra de Dios, también fuiste testigo de los que aconteció a la laguna Moju’üpay, que como decia el vate, nació en un ojo de agua, que parecia una cacimba que se fue agrandando en las lluvias cuando Maleiwua miraba el desierto con ojos de cristal; aquella laguna se convirtió en refugio, cuyo cuerpo de agua se llenaba de estrellas y luciernagas cuando en las noches reposaban los reptiles cuando apareaban en noches de luna llena. La mítica laguna puesta por Dios, los hombres bajo el imperio de la inmoralidad la segaron y se sembraron sobre su lecho.
Maicao, eres la única ciudad en el mundo donde el espacio sagrado de tu iglesia, parque y sementerio ha sido invadido por todo el que quiera ante la mirada fusilamine de tus hijos. Eres única de tener tantos hijos bastardos que se han ensayado en ti y te han robado hasta dejarte descuadernada bajo la complicidad de tu propia sociedad que hoy se hunde en tierras movedizas. Triste suerte has tenido por felibusteros desnaturalizados. Sobre ti han pasado muchas cosas, cosas muy graves y que, en la galeria de los próceres no estan los que verdaderamente lo son, pues, quienes tienen su retrato en el salon de los prestigiosos mas deberian tenerlos en los carteles de la policia y en el C.T.I. de la fiscalia.
A pesar de todo, Maicao, con el peso de la crisis se sigue caminando, en un sendero pringamosero en busca de la aurora de los encuentros, cuya luz se encuentra mucho más arriba sobre otras cumbres, pero que se alcanzará porque el deseo es comtemplarla en la cima de la esperanza, con el poder de la fuerza y desde alli mirar hacia el vale de ls lagrimas para observar cuanto hemos caminado; caserío del ayer que el destino te tenia separado un lugar de privilegio en la pamapa escandalosa y como dijera un poeta hijo tuyo: como luz desatada en un mar de colores, como regio consorte de la pampa desnuda, pueblo que se yergue como arco de flores, en amplio sendero su porvenir escuda.
Con la estepa y la arena tiene sus amores en los cielos azules ya diluyendo dudas y embiste ante la vida sin temores, como soberbio león de frente melenuda, con mirada fúlgida que se asemeja una lanza que domina los ámbitos con fuerza de gigante.