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sábado, 2 de septiembre de 2017

La ciencia a través de la ventana

La experiencia que les voy a relatar no puedo calificarla inicialmente de buena ni de mala, porque tuvo un poco de lo uno y algo de lo otro.  

Cursábamos el cuarto año de primaria y disfrutábamos de los años felices de la infancia en el que la alegría estaba relacionada con un cáñamo adecuado para lograr que el trompo bailara más y mejor que la comparsa del carnaval o con un buen pulso para que nuestros boliches hicieran blanco perfecto en el de los eventuales adversarios o que hubiera brisa suficiente para que la cometa se elevara por los cielos con sus colores multicolores y llegaran cerca del cielo en donde Dios sonreiría al ver sus bellos colores y escuchara el atronador sonido de sus poderosos zumbadores. 

La límpida cúpula celeste abrigaba las fragorosas horas de la veloz infancia en la que la escuela se atravesaba casi como un fatal estorbo frente al cual no teníamos más remedio que doblegarnos para no despertar la apocalíptica ira de nuestros padres, quienes sostenían que esa 
la mejor herencia que podían dejarnos.   

Nosotros soñábamos que nos heredaran un auto como el de Batman para patrullar por los laberínticos `paisajes de ciudad gótica o un avioncito, ahí fuera pequeño, como los que aterrizaban seis veces diarias en el aeropuerto San José, pero ellos insistían en que la educación era mejor herencia que cualquier carro o avión o edificio lo que fuera. 

Por eso,  íbamos a la escuela sin falta dos veces al día doscientos días al año en un horario parecido al de la señora Nilda, quien para la época era la gerente de uno de los mejores hoteles de la ciudad. Ella iba al trabajo a las 8 de la mañana y regresaba a las 12 a disfrutar de la calor de su hogar. 

Nosotros partíamos raudos hacia el Gimnasio a las 8 dela mañana y sólo regresábamos para tomar el almuerzo a las 12 del día. Cuando ella se despedía de de su esposo con un romántico beso y regresaba a sus labores, nuestra madre nos daba un beso en la frente y nos enviaba de nuevo al colegio. Era la rutina de siempre y ya estábamos tan acostumbrados a ella que nuestras almas podían ir al colegio sin que la acompañara nuestro cuerpo y viceversa. 

En las tardes regresábamos a casa cargados de ganas: ganas de de acariciar de nuevo a la inquieta mascota de la casa, ganas de abrazar a mamá, ganas de trar el maletín de los libros y no verlo nunca más y ganas de encontrar rápido el balón para jugar fútbol callejero, una especie de guerra campal más o menos organizada en el cual soñábamos a ser las futuras estrellas del fútbol mundial. 

Pero nada de esto era posible hasta que no termináramos las tareas, las cuáles consistían más o menos en escribir los números del uno al diez mil, copiar tres mil veces la frase "Debo portarme bien en la clase de sociales" y hacer las investigaciones de ciencias naturales. 

Las "investigaciones" consistían en copiar textualmente de un libro las definiciones que el profesor había solicitado.  Cuando la clase era, por ejemplo, acerca de los batracios, entonces éramos obligados a escribir en el cuaderno de 22 líneas todo lo que el libro dijera acerca de éstos particulares animalitos, que a mí siempre me han parecido muy interesantes aunque con muy mala prensa. 

Para la época me destacaba por ser un muy mal investigador y tenía dos razones para ganarme la "honrosa" distinción: por un lado me daba mucha jartera copiar textualmente todo lo que decía el libro y la otra, aún más poderosa, era que mi papá no había ganado suficiente dinero para comprarme el libro.   

Nadie discutía que las investigaciones se hicieran de forma tan simple por otra poderosa razón: las órdenes de los profesores no se cuestionaban sino que se obedecían. Lo que el profe o la seño dijeran, eso era ley. Y pare de contar. 

Un día la señor de ciencia nos pidió una nueva investigación y en este caso sería sobre uno de los animales que yo más conocía y adoraba: la gallina.  

Esa tarde, después dela rutina de las ocho largas horas en el colegio  recorrí las calles pedregosas  del barrio en búsqueda de alguna alma caritativa que me prestara el preciado libro, pero tuve que regresar a casa con la desagradable sensación del fracaso y el temor de fallar nuevamente en la presentación de mi tarea. 

Me fui al patio de la casa a pensar en la amargura de mi nuevo fracaso y presencié copn tristeza el lúgubre concierto de las sombras y el desconsolado aullido de un perro que desde la lejanía de su soledad le solicitaba compañía a la marchita luna de cuarto menguante. 

Estaba sumido en mis pensamientos cuandio decidí dirigirme al corral en que descansaban las doscientas gallinas que mi mamá criaba desde que yo tenía uso de razón. Le pedí excusas a una de las aves a la cual interrumpí el sueño y la llevé conmigo a pesar de sus reiteradas protestas, hasta el lugar en que pude verla más de cerca bajo la luz tenue de un bombillo a punto de fundirse.  

Las alas extremidades del pequeño animal y sus altisonantes  alaridos despertaron a dos gallos que desde su sitio de reclusión reclamaban iracundos  la devolución de su compañera. 

Mis pequeñas manos exploraron el cuerpo emplumado de de la gallina, me detuve en sus pequeños ojos de escasa visión nocturna ubicados a cada lado de su cara; vi sus patas arrugadas al final de sus flacos muslos y toqué las uñas, no tan largas, pero adecuadas para la tarea de escarbar en la arena y en la hierba; vi su cresta roja encima de la cabeza y los lóbulos debajo de lo que sería su barbilla y pensé cuán pequeña era en comparación con los machos de la especie; toqué su pico encorvado hacia abajo con el cual su dueña atacaba y se defendí y además utilizaba para alimentarse de semillas, hierbas, restos de comida, granos y pequeños insectos, vi los dos orificios que estaban en el pico y procedí a taparlo con los dedos, lo que originó la protesta de mi amiga emplumada. 

Comprendí entonces que eran sus fosas nasales y me sentí como un monstruo al comprender que estaba a punto de asfixiarla. 

Mi exámen de veterinario precoz o de biólogo en ciernes era suficiente. Devolví el animal a su descanso y me fui a transcribir mi tarea. Sólo que en esta ocasión iba a transcribir no desde el libro de texto de cuarto grado sino desde la región de mi memoria en donde se alojaba ahora la información reunida en mis tres años de  experiencia como ayudante de mi mamá en las labores de avicultura y de la observación directa que acababa de hacer. 

Esa noche escribí tanto que tuve necesidad de usar varias veces los servicios de mi desgastado sacapuntas para que el lápiz de fabricación venezolana rodara mejor sobre la hoja blanca de rayas azules de mi cuaderno. El pobre lápiz dejó de ser un gigante para convertirse en un enano, pero no importaba. Lo importante era que había hecho mi tarea y al día siguiente. 

Mi corazón de niño oscilaba entre la alegría del deber cumplido y el temor por la reacción de una profesora acostumbrada a aplicar con rigor los elementos esenciales de la geometría pedagógica. Me perdonan esta expresión rebuscada. Hubiera sido más simple decir que mi seño tenía la mente cuadriculada y yo no conocía como iba a reaccionar cuando le presentara mi tarea construida de forma tan alejada de la costumbre del colegio. 

La profesora en el fondo era buena y en alguna orilla de su alma abrigaba un bello  filón de generosidad y yo creo que era como era no por que quisiera serlo sino porque a su vez la obligaban a que actuara de esa manera. La obligaba el sistema frondoso en reglas y pobre en creatividad. 

La obligaba el borroso surco de su repetida liturgia cotidiana en la que los días eran una repetición del anterior y este a su vez del anterior y así sucesivamente en una repetición infinita de muchos días multiplicados por una sola forma de hacer su trabajo. 

A la mañana siguiente nuestra profesora nos llamó a lista, esn estricto orden alfabético, como era su costumbre, para que presentáramos la tardea. En esta ocasión no pidió el cuaderno para leer ella misma los garabatos ilegibles de nuestra presurosa caligrafía, sino que pidió leer en voz alta la tarea. El ejercicio resultó muy aburrido, m´ñas aburrido que nunca. 

El patio de la escuela estaba poblado de árboles e copas elevadas y flores relucientes pero la atmósfera del salón era pesada, opaca y un poco triste. Se imaginan ustedes un recital en que cada declamador lea o pronuncie exactamente los mismos versos que el anterior y así sucesivamente?  

Era como si todos recitaran el ave maría, el credo o el padre nuestro y lo hiciera exactamente como  lo hacían los demás. Todo ocurría en estricto orden alfabético. Y así desde la A de Arrieta hasta la Ra Ramírez, la Re de Redondo,  La Ri de Ricaurte, la Ro de  Romero, y la Ru...¿de quién? De Rutto, bueno, al fin llegó mi turno.

Después de cada lectura la profesora escribía en su cuaderno un 5 como premio al esfuerzo de mis compañeros y por su dedicación a investigar sobre el tema propuesto. Y por su disposición a obedecer órdenes cumplidamente, como debería ser. Y ahora me correspondía leer a mí.

¿Cómo iba a reaccionar mi profesora? ¿Le gustaría mi tarea o, por el contrario, cuestionaría mi indisciplina, me llevaría a la oficina del rector por no cumplir las normas como las habían establecido en el reglamento?

Comencé a leer y de inmediato percibí al mirar de reojo, o con el rabo del ojo, como decía mi mamá, la cara de sorpresa de mis compañeros y el asombro dibujado en el rostro de la seño. 

Estaba claro que mi lectura estaba quebrando las líneas de su geometría pedagógica y en medio del silencio sepulcral del salón, en la que solo se escuchaba mi voz temblorosa, se habían esfumado las sonrisas y eran remplazadas por la sorpresa, la mañana parecía un mar en calma chicha que en cualquier momento podía terminar para darle paso a una fuerte tormenta en la que tendríamos olas inquietas y relámpagos trepidantes. 

A terminar mi cautivador relato, salpicado de plumas, patas, ccos y cacareos, la profesora abrió sus inmensos ojos, tragó saliva, se organizó las hebras e cabello que caían sobre su frente y me lanzó como un pitcher fornido, la pregunta que yo esperaba desde que hice los primeros trazos de la tarea: 
-¿En qué libro encontraste la tarea?

Tragué saliva y sentí un temor nacido en el fondo de mi inocencia, sentí en lo profundo de mi pecho el tic tac de un reloj presuroso y ansioso por devorar los instantes de la eternidad.

Saqué valor de la fuente errátil de mi infancia y le respondí: 

-De ningún libro, profesora. Yo mismo escribí lo que usted ha escuchado

La profesora me miró directamente a los ojos y logró que se me paralizara la respiración, las pulsaciones, la circulación de la sangre...

-Antes de que pudiera coordinar mis ideas la profesora volvió a la carga y me hizo una nueva pregunta que me supo a insulto, pero envuelto en el grato aroma de un elogio disfrazado: 
-¿Estás seguro e que tú escribiste eso?

- Sí, profesora, le respondí, con la voz trémula de quien se encuentra en vísperas de dar los últimos suspiros de la vida

La profesora no me dijo nada más, tan solo anotó algo en el cuaderno de notas y procedió a llamar a Sánchez, mientras yo miraba por la ventana el paisaje de verde de nuestro jardín en donde una bandada de traviesos colibríes seducían a dos rosas y tres azucenas plantadas en el jardín. 

Más allá una gallina roja como el fuego invitaba a media docena de rubios pollitos para que degustaran las migajas de pan que algún niño descuidado había dejado por ahí.  

No sabía cuál era la anotación de la profesora en su viejo cuaderno de notas, pero no me interesaba saberlo. A través de la ventana los colibríes, la gallina los pollitos, las azucenas, las rosas y el viento con aroma de lluvia que movía insistentemente los racimos provocativos del árbol de mamón, me estaban dando la mejor clase de ciencias naturales de mi vida. 

sábado, 15 de marzo de 2008

Cilia Pimienta, mujer de temperamento y palabra

Por: Alejandro Rutto Martínez

A Cilia Pimienta la conocí en una mañana remota de 1974. Vivía el fragor de mis nueve años y una etapa bella e incomparable en que el arco iris era un portón abierto por Dios para que entraran al cielo todos los niños que respetaran a sus padres y quisieran a sus maestras; el arroyo del barrio era un río cuyas aguas, muchos kilómetros más adelante, servía para que los ángeles le dieran reposo a sus alas de algodón y lavaran sus ropas inmaculadamente blancas.

El bosque era una sábana pintada de verde por la mano firme del Padre Celestial en donde las vacas comían toronjil; el mar era una inmensidad azul coloreada por Dios cuando tenía nueve años como yo; y el fútbol era un deporte lejano y raro que se jugaba en una cancha enorme como una finca y mucho más grande que el pedazo de calle en donde nosotros jugábamos con nuestra pelota hecha de medias viejas hurtadas a nuestros padres.

Había comenzado 1.974 y los niños del Gimnasio Girardot, educados con la disciplina y el coraje del héroe de Bàrbula, nos disponíamos a beber gota a gota ese mundo de conocimiento que nos servían en el vaso siempre lleno de la aplicación y el amor al estudio.

La nueva profesora de ciencias naturales era “una señora alta y morena que habla bonito” según el decir de los niños. Y llegó el día en que al fin nos visitó. Era una mañana soleada y tibia de esas en que la mente está dispuesta a explorar el universo ancho y largo de la investigación. La nueva “seño” nos miró la cara y desde un principio puso sus condiciones: “vamos a conocer los animales. Los animales son seres muy importantes y los vamos a conocer a todos. Tienen que comprar un libro donde hablen de los animales y me van a hacer las tareas y las tienen que entregar a tiempo”

Y sí que hubo tareas. Y empezamos a conocer el mundo inexplorado, casi desconocido y mil veces maravillosos del reino animal. Supimos así que el sapo no era solo un animal repugnante o un príncipe llevado a esa deplorable condición por el hechizo perverso de una bruja, sino un aliado de la naturaleza para eliminar las plagas; que el chivo no era solo el plato suculento que con tanto cuidado preparaban nuestras mamás sino un animal cuadrúpedo cuyos propietarios se llamaban pastores; que la vaca no era solo una intrusa que revolvía las basuras en el mercado y nos asustaba con sus enormes cornamentas sino un generoso e involuntario proveedor de carne, leche y cuero.

Las clases de la nueva seño se volvieron cada vez más amenas y eran esperadas con el mismo interés con que mis amigos leían los paquitos de SANTO, el enmascarado de plata o con el ánimo que mis hermanos y yo teníamos cuando escuchábamos las aventuras de “Martín Valiente, el ahijado de la muerte” a través de Radio Maracaibo. Eran otros tiempos en que no perdíamos unos minutos para gozarnos la infancia.

Los mayores andaban preocupados con la guerra fría y la crisis del petróleo; se escuchaban aun los ecos de la aventura lunar protagonizada por el Apolo 11 y sus tripulantes quienes unos años antes habían dado su pequeño paso para el hombre y el paso gigante para la humanidad. Los noticieros hablaban de una cosa que podía comenzar en cualquier momento llamada Tercera Guerra Mundial y que José Manuel, el más despistado del curso confundía con una presentación de titiriteros. Eran tiempos de gran agitación en Maicao.

De noche recorríamos, de la mano de mi viejo, las calles del centro donde miles de personas visitaban los almacenes que solo cerraban después de las 8 de la noche. Nuestro moderno aeropuerto recibía y despachaba hasta cinco vuelos diarios y los aviones volaban tan bajito que rozaban casi el techo de nuestras viviendas. Alguien dijo que un avión rojo con blanco quedaba suspendido sobre el patio de su casa todos los días a las 12 del mediodía. Era la hora exacta en que su hermana, una portentosa quinceañera, tomaba el baño antes de ir a sus clases en la escuela La Inmaculada.

Así pasaban las jornadas hasta el día aquel en que la Seño Cilia me pidió que investigara una tarea sobre un animalito andariego, ruidoso y apetecido: la gallina. Llegué a casa y le pedía mi padre que me ayudara a buscar la lección en mis dos libros de ciencias naturales, pero no tuvimos éxito: los autores habían infestado las hojas de los textos con alusiones a los gusanos, ratas y mosquitos, pero no decían nada sobre la amable y generosa gallina. El viejo me permitió revisar sus libros pero comprendí con tristeza y desesperación que Alejandro Dumas no escribía sobre mis plumíferas amigas y Miguel de Cervantes andaba muy ocupado en la descripción de Rocinante para detenerse en estas aves de corto vuelo.

Todas mis abuelas, mis tías y mi vieja habían sido por siempre criadoras de gallina y nuestra casa era casi un gallinero donde también vivía la gente. Pero no teníamos un solo libro que nos hablara de esos animales. Así que, para remediar la desesperada situación, porque ya eran las 9 de la noche del día antes a la entrega del trabajo, desperté a una gallina y, sin pedirle permiso por la interrupción a su profundo sueño, la puse ante mí y empecé a describirla: mencioné sus alas cortas, sus patas arrugadas, su cresta pequeña y roja, sus plumas variopintas, sus huevos amarronados o blancos, su cacareo y cloqueo, su afición al maíz y a escarbar en busca de la vida, sus amoríos fugaces con el gallo altivo y madrugador, su costumbre de echarse durante 21 días en el y sus bellísimos y tiernos hijos a los que cuidaba con el celo con que todo ser de sexo femenino defiende a la familia.

Al día siguiente la seño Cilia, en vez de revisar como hacía siempre, me pidió que yo mismo leyera el escrito. Leí como escuchaba que leían los locutores de Radio Península, sin saber que esa lectura estaba marcando mi destino. La seño me escuchó con atención y sorpresa. Se notaba que no había leído antes ese relato.

Al final me preguntó que de cuál libro había copiado la tarea. Nunca he tartamudeado tanto. Asustado dije que no había sacado ese texto de un libro oloroso a nuevo como los de mis compañeros sino de un gallinero enorme como el corazón de mi madre.

“Eso no parece escrito por un niño de nueve años, me dijo”, “Pero está muy bueno y tiene 5”. Mis compañeros no se lo creían y yo tampoco. Pero con el tiempo supe que esa mañana impregnada por el olor a lluvia de la noche anterior y por el arco iris radiante que conducía al cielo, marcó mi vida para siempre.

Desde entonces siento como Cilia Pimienta me lleva la mano como lo hizo la señora Sara Viecco para enseñarme a hacer las planas de mis primeros días en la escuela. Cilia me lleva la mano para convertir imágenes en palabras y paisajes en poesía. Todo comenzó en aquella aula del cuarto grado guardada en las nostalgias de mi infancia desde donde tomo fuerza para decir que Cilia es una científica de las letras, una mujer de temperamento y palabra.

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