Por: Neider Ponce, Estudiante: I.E. No2. 10-05
20 segundos para decir ¡te amo!
Para tomar una decisión.
Para vivir la mayor aventura de tu vida,
para sufrir el mayor dolor y miedo,
para dejar tu cuerpo y volver a él al mismo tiempo.
Sólo se necesita ese tiempo,
para ser tú mismo cuando en verdad lo deseas.
20 segundos son suficientes para poder dar un beso y
no arrepentirte después de eso.
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viernes, 15 de septiembre de 2017
martes, 5 de julio de 2016
La triste historia del Águila pescadora
Nilson Pérez
Ese día aguilucho me
exigió la comida más temprano y mientras iba camino a la bahía donde se ensenan
los peces que no madrugan, eché un vistazo superficial por el bosque, estaba
hermoso como de costumbre, lleno de silbidos matutinos de las aves que trinan
desde el amanecer; apenas vi el movimiento de algunos animales grandes, la gacela
amamantando su pequeño cervatillo, la liebre regresando a su madriguera, y una
que otra ardilla inmovilizada con mi visaje sobre los cerezos paridos; lo único anormal esa mañana fue el
escandaloso haeader de dos chorros de un automóvil clásico, que se movía casi
en zigzag por el desolado pavimento que bordeaba los limites del bosque y del
océano; al parecer sólo eran seis chicos gomelos en parejas que regresaban
ebrios de una cabaña de campo bebiendo cervezas de botellas.
La pesca fue mucho más
demorada que de costumbre, puesto que esta vez me tocó adentrarme más al
interior del océano; pues era que otra
vez los barcos pesqueros el día anterior me habían ahuyentado las truchas que
se agrupaban en cardúmenes.
No fue difícil para mi
pescarlas, pero si bastante demorado, ya que me tocó esperar muy arriba hasta
que nadaran menos profundas; pero cuando esto sucedió, me lancé en picada ¡si
me hubieran visto! era tanta la velocidad, que escasamente me veía; entré y
salí del agua cargando en mis garras una trucha que supongo nos iba a demorar
tres días.
Pero tanta alegría no
pudo permanecer demasiado, sólo me bastó ver a las liebres corriendo abajo en
cualquier dirección, para saber que algo andaba mal, estaban tan aturdidas al
igual que los monos y los micos, quienes aullaron hasta morir.
El dolor más
grande pensé sentirlo cuando vi la tortuga corriendo en su lentitud, con su
caparazón encendido, ¡pero no! el dolor de madre es mucho más profundo, yo lo
sentí primero cuando me di cuenta que muchas palomas murieron en sus nidos
protegiendo a sus polluelos, y más cuando vi aquella gacela saltar sobre las
llamas tratando de encontrar a su cervatillo que se había enredado en un junco.
Fue lo último que alcancé a ver, puesto que las llamas se habían elevado tanto
erigiendo una columna de humo impenetrable.
Volé muy rápidamente
acordándome de aguilucho, conmovida por toda aquella tragedia ecológica; pero
fue en vano todo esfuerzo.
Las brisas marinas le dieron tanta velocidad a las
llamas que devoraban hectáreas en cuestión de segundos, y del árbol aquel donde
me habían nacido tres generaciones sólo quedaron sus raíces sepultadas en el
recuerdo ¡a mi pobre polluelo jamás lo encontré! volé dos días con la trucha
podrida en mis garras, abrigando la esperanza de encontrar a mi polluelo, ¡pero
no!, todo cuanto había abajo era negro, el suelo quemado parecía las
profundidades del abismo apocalíptico, y hasta el asfalto del pavimento recibió
otra pasada. Lo único blanco que logré distinguir del antiguo bosque, fue el
reflejo que se producía con el sol en el cristal de las botellas de cervezas
que arrojaron días antes los gomelos del auto clásico.
¡Jamás encontré a mi
aguilucho hambriento¡. Y si que perdí definitivamente toda esperanza, ese otro
día en que rendida de cansancio y muerta de tristeza desperté sorprendida en la
cesta de ese bombero. Aquel idiota que tuvo la “brillante idea” de venderme a
estos desalmados coleccionistas de aves, que no hacen otra cosa que darme de
comer sus asquerosos ratones blancos.
Aunque aquí por lo
menos he tenido tiempo de pensar, y he concluido que si Dios les hubiera dado
alas grandes a todos los animales, aquellos que perecieron no se hubiesen quemado
de es manera, ¡aunque viéndolo bien! Encerrados tampoco les hubiese servido de
mucho ¡porque estuvieran en la misma
condición de la famosa águila pescadora!
Nilson
Pérez
viernes, 17 de junio de 2016
El Palabrero (Shi Putchipu)
Escrito por: Nilson Pérez
Había mediado cientos de conflictos entre castas y clanes, de muertes, de ofensas, de sangre y de todo tipo. Pero su tradicional wayuco fue abandonado a finales de los ochenta, con esto cesó la tradición en la ranchería aunque todavía se conservan algunas otras.
Aquella noche mientras los tambores de la
yonna se sofocaban en la espesura, y las
hábiles mujeres blandían sus mantas revolcando indios en la arena, el
pecado se gestaba en un enorme chinchorro guajiro de doble cara. La enramada de
la abuela que había desocupado la muerte hacía unos meses, fue el lugar
oportuno para darle curso al amor interrumpido entre Ramón Epieyú y Maria Minta
González. Crecieron cerca, viéndose a escondidas en el molino.
Pero un negocio
mediado por el palabrero, de treinta chivos, cuatro collares y seis chinchorros,
hizo que la hermosa majáyut Guajira de la noche a la mañana tuviese dueño. Un antiguo cacique cargado de
años y de hijos, que tenía chivos y collares para comprar anualmente dos indias
si lo deseaba.
La malicia del viejo se despertó con la
presencia de Ramón, puesto que todos en la región sabían lo que se decía de él
y Maria Minta, por eso buscó y buscó sigiloso de enramada en enramada, al no
notar a su joven mujer entre las bailarinas, pues se suponía que debía estar entre ellas.
El
gemido de los ansiosos amantes en una de las chozas activó la ira del viejo,
quien paciente esperó tras un hato de caballos ensillados que estaba cerca, y luego
de ver dos formas humanas que salían y se incorporaban al círculo de hombres y
mujeres que bailaban, planeó ligeramente, sin dar lugar a negocios ni palabras,
la muerte del joven Ramón.
Un punto treinta en ráfaga de a quince rompió el círculo
humano y el cráneo de aquel bailarín que giraba de espaldas en el eventual pase
del samuro.
Para entonces eran las tres de la madrugada y
la yonna en favor de la lluvia, estaba en su apogeo ¡se equivocaron los dioses!
pedían agua y llovió seso.
Bárbara
noticia para el palabrero, Ramón era su hijo menor, el que no quiso estudiar en
Aremasain por que decía que para ser palabrero no se iba al internado.
Imposible de creer, el intermediario de uno y
mil conflictos no tuvo lugar para mediar el error de su hijo. Error que pudo
ser evitado si le hubiese hecho caso
aquellos ojos que se volvieron agua, meses atrás, cuando llegó hasta la
casa de Mariaminta hablar con sus tíos.
La pobre estaba recostada a una de las
enramadas, muerta de miedo y de tristeza al oír como se negociaba su felicidad
entre siete adultos; le producía pánico el
solo hecho de pensar en ese señor y no se imaginaba tener que convivir
con él, por eso su mirada era de súplica al palabrero, esperanzada en que no
hubiese negocio. Mirada que comprendió demasiado
tarde el hombre de las mediaciones.
Sintió ganas de convocar a los hombres de la
familia, quienes voluntariamente se habían ofrecido, pero recordó cual era su
oficio y lloró por su arte, porque, él, que medió el conflicto entre los Uriana
y los Urariyú, que evitó derramamientos de sangre entre su gente, hoy estaba a
punto de iniciar una guerra ¡que duro es ser palabrero! decía para si mismo en
las noches de insomnio, acosado por el dolor de la perdida de su hijo, por la
sed de venganza en su mente y la presión de los familiares que esperaban una
orden.
Y fue
más dura su experiencia, semanas después, cuando vio enalbardar a un palabrero
que envió el antiguo cacique para mediar el problema de la muerte de su hijo.
Por ética de palabrero le escuchó la oferta, pero no hizo propuesta alguna, si
no que ese día del año 87 se vistió un pana oscuro y colgó su wayuco.
Y semanas después que vinieron tres hombres de
la Alta Guajira
buscándole para mediar un conflicto, les recibió un niño de escasos diez años,
quien les dijo en wayúnaiki. ―Nojotsü pütchipü jülüü tü wepiapá (aquí en esta
ranchería ya no hay palabrero)
Nilson
Pérez
lunes, 16 de mayo de 2016
Laid del Socorro Díaz, maestra sabia y mujer esforzada
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Laid
del Socorro Díaz nació en Fonseca, sur del departamento de La Guajira en un
hogar lleno de fe, de amor y de hijos fundado por Arcadio Díaz e Idalis Frías,
fonsequeros humildes de sueños grandes cuyos padres eran oriundos de Barrancas.
Don
Arcadio Díaz, un campesino de manos recias y costumbres nobles, tomó como esposa
a la bella Joven Idalis Frías, a quien sus padres criaron como a las niñas de
antes: con decencia, respeto y la instrucción necesaria para que fuera una
buena esposa y madre. Cuando unieron
sus vidas se prometieron fidelidad, apoyo y compañía para siempre. A la luz de una esplendorosa luna fonsequera
elevaron su plegaria a Dios para que les diera muchos y buenos hijos.
Dios
los complació en todo, especialmente en regalarles una familia numerosa.
Primero nació Laid del Socorro, luego Wilder Alfonso, y después Wilmer Alberto,
Dalis Leonor, Daexis María, Lenisbeth, Lisbeth Caterine y Yenis Josefina.
En
ese hogar, lleno de cariño nació “La seño” Socorro como todos la conocen en La
Guajira.
Infancia
Además
de unos padres que la amaban y le brindaban todo lo necesario para crecer como
una niña sabana y hermosa, Laid tuvo siempre el apoyo de su madrina María
Marcelina Amaya. Cuando la niña tenía
cinco años habló con sus compadres Arcadio e Idalis para que le permitieran
llevarla a Maicao en donde se ocuparía de su crianza y de su educación.
De
esa manera llegó a Maicao, ciudad que la marcaría para siempre y en donde recibiría sus mejores
oportunidades para crecer como persona y como profesional.
Primeros estudios
Sus
estudios de preescolar y primaria los inició en el colegio Niño Dios, ubicado
en donde años más tarde funcionaría el Colegio Sindelima. Allí cursó hasta
segundo de primaria y regresó a Fonseca para continuar sus estudios en el
Colegio en La Inmaculada.
Tiempos de la secundaria
Regresa
a Maicao y cursa otros dos grados en el Colegio Cooperativo Femenino. La familia decide enviarla al interior del
país para que se forme como normalista. Sólo alcanzó a estudiar el tercero de
bachillerato (octavo grado) en el municipio de Nemocón, pues su madrina le
pidió que regresara a su lado en Barranquilla.
Se
matricula en la Normal Mixta Costa Norte en donde termina su secundaria y
recibe su grado como Normalista en Educación Preescolar.
Estaba
por finalizar la década de los 70 y en
La Guajira se vivía el ambiente pesado y enrarecido de la bonanza
marimbera.
La educación no era una
prioridad y las escuelas no atravesaban por sus mejores tiempos. La siembra, recolección y comercialización de
la yerba era un negocio muy bueno.
Ser maestro, en cambio, no era muy llamativo
para los jóvenes. Pero para ella sí. De
manera que siguió adelante con sus sueños de ser maestra y de realizarse como
mujer y como profesional.
Inicio de una brillante carrera como
educadora
A Laid del Socorro no le interesaba nada que no fuera iniciar lo más pronto posible su
carrera como educadora y ganar algún dinero para apoyar a sus padres, quienes
estaban afrontando dificultades para sostener a su numerosa familia.
El
12 de junio de 1.979 Dios la ayuda a cumplir uno de sus sueños. Ese día recibió
su nombramiento como maestra en la Escuela Urbana Mixta Loma Fresca de Maicao.
El
día antes de su primera clase no pudo dormir, pues imaginaba una y otra vez su
entrada al salón y su encuentro con los 30 niños a los cuales amaría como si
fueran sus propios hijos.
Amigos para toda la vida
Sus
primeros años en la docencia la marcaron para siempre y le proporcionaron la
amistad de sus compañeros de trabajo, con quienes conformó una gran familia.
Entre ellos se encuentran su querida directora y consejera Elfa Viecco de
Cuello, Cenira Tapias, Elena Gil, Lucía Jiménez, Dolly Manjarrez y Alexis Iguarán,
entre otros.
Alumnos que la llenan de orgullo
De esos primeros años también tiene gratos
recuerdos sobre la cara hermosa de aquellos niños que día a día entraban al
salón arrastrando el bolso en el que tenían sus útiles escolares.
Los mismos
que de vez en cuando dejaban asomar una lágrima de tristeza porque les hacían falta
sus padres o sus hermanos y ella debía hacer uso de sus palabras más dulces,
sus gestos más tiernos y su sabiduría para contentarlos. Esos niños crecieron y se educaron y hoy son
eminentes profesionales, dedicados a servirle a la comunidad en diferentes
ámbitos.
El
tiempo ha pasado pero su memoria la auxilia para recordar a John Alex
Villadiego, quien hoy ejerce como médico; su querida alumna Audrenys Miranda,
convertida hoy en una excelente profesional del derecho y Henry Villa, dedicado
a actividades sociales y cívicas y miembro del concejo municipal.
Otras instituciones piden sus servicios
Su
fama de buena profesora corría por los hogares y barrios de la ciudad. Donde
quiera que había un estudiante suyo había un niño, un papá y una mamá que la recomendaban. Por eso no
tardó en recibir ofertas de instituciones privadas que desean contar con sus
servicios.
Es
así como empieza a trabajar en el Liceo Luis A. Robles, en donde se desempeña
como rectora, en el Instituto Fronterizo y en el Jardín Infantil Rosa Agazzi.
El
trabajo es muy duro pero a ella le gusta servir. Y además, el esfuerzo le
permite ahorran algunos recursos que cada mes envía a sus padres en Fonseca
para ayudarlos en la educación de sus hermanos.
La seño que prende la alegría
Siempre
se caracterizó por su espíritu festivo y por su alegría. Además tenía un gran liderazgo y era la experta en fechas especiales. Por eso
tuvo a su cargo las grandes celebraciones de las escuelas y colegios en los que
trabajaba.
Sus compañeros y la comunidad educativa la respaldaban para que
fuera ella la que organizara la celebración del Día del Idioma, Día del
Maestro, Día de las Madres y los grados.
Cuando decimos organizar era participar en todo, desde la consecución de
los fondos, hasta la presentación del programa. Si había que participar en un
baile o en una obra de teatro ella era la primera bailarina o la primera actriz
en presentarse a los ensayos.
Podemos
decir que Laid del Socorro gozó cada uno de los días que permaneció en el
magisterio.
Mujer de familia
En
1.975, durante una temporada de vacaciones en Fonseca conoció al profesor
Orángel Plata Frías, quien trabajaba en Maicao.
Entre los dos nace una relación muy especial que los lleva a unir sus
vidas en el vínculo del matrimonio. Van al altar el día 22 de octubre de 1.976,
uno de los días más felices de su vida.
Dios
le permite ver realizado otro sueño cuando nace su hija Mónica Mileth Plata
Frías. Un poco más adelante llegaría Yojana Virginia y Más tarde Luis
Alejandro.
Su
deseo de prodigar amor y de tener una familia grande es ilimitado. Por tal
razón adopta a dos niñas a las que les da todo su afecto y cariño. Son ellas
Mayerlin Virginia y Alejandra Marcela, quienes la adoran con todo su corazón.
Además
de una buena crianza era necesario brindarles a sus hijos la mejor educación y
así lo hizo siempre. Gracias a su
dedicación y trabajo duro sus hijos se hicieron profesionales. Mónica se graduó
como fonoaudióloga y Especialista en Gerencia de Salud en la Universidad de
Santander; Johana Virginia terminó Enfermería Superior en la Universidad de
Simón Bolívar y Luis Alejandro es Ingeniero Civil de la Udes.
Sus
hijas menores aún se encuentran en proceso de terminación de estudios, para lo
cual les está brindando todo su apoyo.
Sus estudios Universitarios
Laid
del Socorro es una buena estudiante, pero durante muchos años se concentró
exclusivamente en el trabajo. En 1994
inició sus estudios en la Universidad del Magdalena, en donde obtuvo el título
de Licenciada en Ciencias Sociales. Y más adelante concluyó estudios como
abogada en la Universidad Americana en Barranquilla.
Decidió
estudiar derecho para tener todas las herramientas conceptuales y legales para
atender otro de los llamados de su condición de mujer esforzada: la vocación de
servicio por la comunidad.
Servicio Cívico y Social
Además
del trabajo en el magisterio ha trabajado arduamente en beneficio de las
comunidades. Tanto, que los habitantes
de cierto sector vulnerable de la ciudad decidieron escoger su nombre para
bautizar su barrio. Así nació “Villa
Socorro”.
En
el año 2003 se postuló como candidata al Concejo Municipal y obtuvo una alta
votación que le permitió convertirse en una de las más brillantes
coadministradoras Maicao.
Fueron años
intensos en los que compartía el ejercicio de la docencia con las agitadas
sesiones en el cabildo de Maicao.
En
el año 2007 renunció al magisterio después de 28 años de servicio y se postula
nuevamente como candidata al concejo.
De nuevo la ciudadanía la respalda de
manera amplia y se convierte en concejal por segunda vez.
En
este segundo período es escogida como presidenta de la corporación en
reconocimiento a su liderazgo, a sus buenas relaciones y a su capacidad para
lograr la unidad de los diferentes sectores políticos alrededor de una noble
causa: el progreso de Maicao.
Recuerda
con cariño a todos los concejales de la época con los que se hizo un gran
equipo, como si todos pertenecieran al mismo partido político y a la misma
familia. Entre sus compañeros más cercanos figuran Federico Pinto, Indira Issa,
Camilo Mendoza, Hermis Gómez, Hugo Montalvo, Germán Arrieta, Jorge Luis Solano,
Enrique Suárez y Eliécer Quintero.
El libro de Socorro
“Mi
libro es la Biblia, siempre la llevo conmigo y la leo todos los días”
Una frase que le gusta
Extraída
de la Biblia: “¿O cómo puedes decir
a tu hermano: Hermano, déjame sacar la paja que está en tu ojo, no mirando tú
la viga que está en el ojo tuyo?” (Lucas 6:42)
El día más triste de su vida
26 de agosto del
2000. Ese día me destrozaron el corazón al asesinar a José María “Chema”
Benjumea, Idwin Benjumea y Elías Plata
Una persona que admira:
El papa Francisco
Una frase propia
“Renuncié del
magisterio porque hay muchos jóvenes que necesitan trabajar. Y yo no me iba a
poner viejita como maestra negándoles a los demás su derecho al trabajo”
sábado, 30 de abril de 2016
Ernesto Rutto, padre, tutor y amigo
Escrito por: Alejandro Rutto Martínez
Hace trece años emprendió el camino hacia la eternidad el señor Ernesto Rutto Piano, mi viejo, mi amigo, mi tutor y mi maestro. Desde entonces lo he extrañado mucho, pero su imagen ha estado viva en mi, como lo va a estar siempre. Y va a estar viva y nítida en mis hijos y en los hijos de sus hijos, por lo que él significó para toda una familia y por el amor que se le tiene aún después de tantos años de su partida.
Sus ojos marrones me miraron con frecuencia y ese gesto producía un efecto significativo en mí. Cuando era un niño muy pequeño me transmitía confianza y seguridad. Estaba en los brazos de mi héroe y podía pasar los días de la vida tranquila, sin afanes, bajo su poderosa proteción. A veces, el ver esos ojos y las estrellas del cielo despejado en el horizonte infinito de la guajira, eran suficientes para entregarme al descanso nocturno y soñar con ángeles inmaculados que arrullaban a los niños mientras la luna iluminaba los solares del barrio.
Los ojos de papá me sirvieron también para transmitirme la nostalgia de sus duros años de infancia y adolescencia en la que él y toda su familia debió enfrentarse a las limitaciones propias de quienes fincaban todas sus esperanzas en lo que la tierra de los valles del Piamonte podían producir. Pero sobre todo por la ruina que le causó al país la plaga del fascismo y su desmedido deseo de embarcar a la próspera península en una guerra que no era suya. En ellos descubrí una débil llamita de tristeza cuando se refería a los campos tapizados de nieve en su natal Sala Monferrato, a los exquisitos platos que cada día preparaba la mama Rosalía, a los toques de tambor de su padre Alessandro y a las decenas de libros que leía en varios idiomas mientras esperaban que el tiempo se hiciera más favorable para cultivar la uva.
Papá era un gran contador de historias, tantas y tan buenas que era un experto en literatura oral. Y eso lo aprendió en la dura escuela de la vida a lo largo de sus días y sus noches en el ejército de Mussolini, del cual hizo parte contra su voluntad y en los días aún más duros en el ejército de la resistencia popular del cual hizo parte por un llamado de su vocación libertaria.
También aprendió mucho de los libros que devoraba con avidez. Tal era su afición a la lectura que pasaba horas con las narices metidas en los libros. Recuerdo que en casa teníamos un baúl parecido al de las películas de los piratas que no contenía tesoros materiales sino un tesoro que él primero y yo después apreciábamos con el alma: novelas, cuentos, historietas, recortes de prensa...todo un deleite para los amantes de la lectura.
Un día de estos compartiré con ustedes alguna de esas historias. Por ahora me detengo a secar las lágrimas que brotan de mis ojos por el peso de la ausencia de quien me engendró como criatura y me formó como ser humano. Trece años de su partida, largo tiempo en que la ausencia se ha asomado por el balcón de los recuerdos . Trece años en que la olvido ha fracasado en su afanoso intento de cerrar las ventanas de la memoria por donde puedo ver la luz resplandeciente de la eternidad.
miércoles, 27 de abril de 2016
Desde el almendro hacia las alturas
Alejadro Rutto Martínez
Nuestro viejo almendro con sus cuatro metros de alto y sus ramas extendidas en todas las direcciones era uno de nuestros mejores amigos en aquellos años en que las sonrisas de la infancia adornaban nuestros rostros curtidos por el sol calcinante de la mañana y por la arena recogida en las excursiones permanentes hacia los rincones ruidosos de las más inimaginables travesuras. Junto a su tallo rugoso y rudo nos contamos los secretos más importantes: el lugar donde escondíamos las almojábanas sustraídas del horno en donde mamá las guardaba celosamente antes de mandárselas a la abuela Meme; el remedo al español precario de nuestros padrinos extranjeros; los defectos imperdonables y la fealdad extrema de las novias de nuestros hermanos mayores. Ahí, a su lado, cobijados por benévolas sombras, planeábamos lo que pediríamos al niño Dios en diciembre y las perversidades que le haríamos al viejo Epifanio, al señor Lito y a don Ovidio en el día de los inocentes.
No obstante, lo que más nos gustaba de ese viejo amigo clorofiláceo, eran sus cuatro metros de altura que nos permitían escalar al segundo lugar más alto del mundo conocido después de la antena recién instalada del televisor en blanco y negro que los viejos sacaron a crédito donde "Chito Guerrero". Montarse a ese almendro alto, viejo y quebradizo era una aventura peligrosa y por peligrosa apetecida por quienes formábamos parte de la pandilla de sus amigos. Todavía me duelen las costillas al recordar el porrazo salvaje y los gritos lastimeros causados por el aterrizaje forzoso inesperado y abrupto, el día en que caí de unas de sus elevadas ramas. Pero, era el riesgo el que alimentaba nuestro espíritu de aventura y una y otra vez estábamos subidos allá, en lo más alto, en donde las últimas ramas, la más quebradizas por cierto, sostenía un romance fugaz con las nubes en las escasas tardes de lluvia con las que Dios premiaba los pocos, los muy pocos días en que éramos capaces de controlar los ímpetus de la edad primera y nos portábamos bien, según el juicio de los mayores.
Cuando estábamos allá arriba, subidos en sus ramas, inertes, casi sin respirar para que nadie nos descubriera, fuimos testigos del milagro soberbio de ver cómo las horas pasaban tan rápido como los segundos en el reloj de nuestras alegrías. Qué corto era el tiempo en esa época en que el universo era el surco de las golondrinas en el cielo mil veces despejado de nuestras tardes veraniegas y el mundo era una hoja seca en su caída lenta hacia el piso desnudo de nuestro venerado desierto.
Sin mucho esfuerzo podíamos ver la llegada y salida de aviones y helicópteros en el aeropuerto con nombre de santo patrono; o las jugadas extraordinarias de los futbolistas en el estadio; o las artes adivinatorias de las tres pitonisas residenciadas en los alrededores; o la cara desagraciada de las prostitutas de Casa Blanca, el bar de los pobres, vencidas por la edad y el hambre. Ellas, quienes hacían esfuerzos inenarrables para evitar que sus clientes enlagunados por el whisky se arrepintieran de haberlas contratado. O las puticas de "Las Musas", el bar de los ricos, de vientre plano, cara radiante y la sonrisa seductora de sus quince años, quienes con el movimiento enloquecedor de sus caderas y sus piernas bien torneadas, lograban quedarse hasta con el último bolívar de sus deslumbrados amantes de una noche.
Así pasaban las horas entre el laberinto de las tareas escolares medio abandonadas y la cita cotidiana e ineludible con el almendro. Un día mirábamos hacia un lugar y otro día hacia el otro. Una mañana del Día de los Difuntos, en que no hubo clases, ni fuimos al cementerio porque no teníamos a nadie viviendo del otro lado, nos trepamos desde cuando las primeras luces del sol comenzaron a iluminar la mañana. Y enfocamos nuestros ojos hacia el aeropuerto, en donde ya esperaban la llegada del primer vuelo, los viajeros cargados con sus maletas atiborradas de mercancías extranjeras, sus bolsillos vacíos, sus rostros angustiados y…sí… su cara demacrada por los estragos de una noche negada para el sueño. Para la época el aeropuerto vivía sus tiempos de esplendor al ritmo de la bonanza de las ventas multimillonarias y de los negocios absurdos mediante los cuales en un solo día se podía triplicar y hasta quintuplicar el capital invertido.
Los aviones zumbaban por nuestras cabezas y el nuevo juego consistía en probar quién era capaz de recordar la matrícula de las aeronaves o la cara de los pilotos. Casi siempre coincidíamos y nadie perdía. Todos teníamos los ojos saludables de nuestros primeros años y esos aviones pasaban verdaderamente cerca de nosotros. Los aviones azules de Avianca eran los más grandes y relucientes; los aparato grises de Satena eran los más raros; y las máquinas envejecidas de Aerocóndor nos hacía pensar que la ley de gravedad, de la cual nos hablaba la profesora de ciencias naturales en el colegio, hacía sus excepciones de piedad y misericordia con los pobres pasajeros que se atrevían, en un acto heroico y corajudo, a montarse en semejantes chatarras.
Cuando los aviones pasaban, si estábamos trepados en el árbol, casi podíamos tocar su fuselaje. Cuando íbamos a la sala conocíamos el significado verdadero del verbo temblar que la profesora de lenguaje trataba de explicarnos sin éxito en el colegio. Temblaban los vasos en las mesas; las lámparas de petróleo que colgaba del techo; temblaba el anafe lleno de brazas en donde comenzaba a prepararse el guiso de chivo; temblaba el piso y temblábamos los niños de miedo y los mayores de rabia.
El avión que pasaba más cerca de nuestro techo era un armatoste tan raro como el nombre de la aerolínea para la que volaba: Urraca. Su número era borroso pero nos parecía que terminaba en 123 y sus colores eran el blanco y el rojo. Pasaba tan cerca de la tierra que rozaba la antena de nuestro televisor. Nos prohibieron rotundamente volver a nuestro árbol porque mamá tenía el temor de que esa sería tarde o temprano la sepultura de un artefacto tan ruidoso como los pajarracos de los cuales tomaba el nombre. Las doce del día era la hora exacta en que pasaba. Y esa era también la hora en que mi hermana, una adolescente que seducía al mundo con la belleza alucinante de sus dieciséis años, tomaba su baño previo a la partida hacia el colegio.
Una vez sorprendí al piloto a unos metros de nuestro techo, mirando con ojos entusiasmados. El baño de nuestra casa no tenía techo y los ojos de mi hermana no tenían cataratas. Los del piloto tampoco. El avión quedaba suspendido por unos segundos en el aire mientras él y ella se miraban; y se decían cosas que yo no entendía en la candidez de mis nueve años. Mi hermana prolongaba su sonrisa y el hombre de la nave renunciaba a su parpadeo. Sospecho que su corazón dejaba de latir mientras contemplaba el rostro sencillamente bello de aquella mujer en tierra. ¿Y mi hermana? Ella se marchaba al colegio llena de felicidad y regresaba en la tarde aún llena de gozo, volviéndose a meter al baño, para ensayar de nuevo, la escena del próximo día.
Mientras tanto mis padres, estaban cada vez más, preocupados por el asunto del avión. En una especie de consejo de familia, decidimos subir otros tres metros la antena del televisor. De esta manera tendríamos un particular espantapájaros que, para el caso sería “espanta aviones”. Todos aprobamos la idea menos alguien que permaneció en silencio y se fue a la cama con los ojos inundados en lágrimas y el corazón invadido por la tristeza.
El asunto funcionó y, por unos días, gozamos con más tranquilidad la reunión obligatoria del almuerzo. Mi hermana en cambio vivía como un péndulo que nunca terminaba su viaje perenne y monótono, desde la soledad hacia la tristeza.
Unos días después de que subiéramos la antena llegaron los policías a la casa y hablaron amablemente con mi papá. Entregaron una carta en la que la aerolínea, en términos cordiales, le pedía su colaboración para bajar la antena. "Esperamos su patriótica colaboración", alcancé a escuchar en la voz de mi hermano Rafael, quien era el que mejor leía en la familia. Tuve la carta en mis manos y me llamó la atención el membrete de la empresa: al lado izquierdo de la hoja, estaba la imagen de un piloto, una imagen que me pareció muy conocida.
Los policías se fueron por donde vinieron y mi papá puso la antena en su altura original. Volvimos a sentir el rugido del avión sobre nuestras cabezas. Y volví a ver el avión suspendido por unos segundos y la sonrisa enamorada compareciendo en los labios del piloto y la mirada absorta y perdida de mi hermana. El encuentro duraba unos segundos, pero era como si el reloj se detuviera en la entelequia inexplicable de los amores imposibles. En un instante la lógica volvía a sobreponerse y el artefacto volador continuaba su rumbo. Y el piloto iba a su destino en tierra y mi hermana hacia su colegio a su cita diaria con las buenas notas. Y mientras caminaba, sus pies iban como flotando…como si no pisara el suelo sino la ilusión del amor que todos los días le venía del cielo.
Mis padres convocaron un nuevo consejo de familia para estudiar de nuevo la situación del peligro inminente. Algunos plantearon escribirle al Presidente. Otros pensaban que era suficiente hablar con el alcalde y mi papá pensó en conversar con los directivos de la compañía. Todos hablaron menos una persona. Todos querían erradicar el molesto avión menos una persona. Mi hermano Víctor ofreció usar la honda con que cazaba pájaros para darle su merecido a aquel pájaro metálico, pero su propuesta no tuvo eco.
Al final, mi mamá resolvió el asunto con el sentido práctico que solo tienen las mujeres humildes, sencillas y sabias:
-"Lo único que hay que hacer es ponerle techo al baño". Todos nos quedamos callados pero nadie dijo nada. Alguien quiso hablar pero calló y se fue a la cama temprano, a la cama en donde se encontró de frente con sus lágrimas abundantes y sus duermevelas sucesivas.
Al día siguiente, mi viejo con sus manos fuertes como el acero colocó cuatro láminas de zinc sobre el baño. Al mediodía el avión volvió a pasar bien bajo, como siempre, pero se marchó antes de lo acostumbrado. Pero, ¡qué sorpresa!, dio la vuelta y regresó y de nuevo quedó suspendido, por unos segundos, en el aire. El vientre del avión brillaba por la intensidad del sol, aumentada varias veces por el brillo de las láminas de zinc recién instaladas.
Cuando mi mamá dispuso la mesa para el almuerzo, notó que faltaba alguien y, enseguida, preguntó:
-¿Bueno… y mi hija dónde está?
- Fue a bañarse donde la vecina, donde la comadre Nelvis. Fue bañarse allá, porque aquí se nos acabó el agua-, contestó Gilma, una de nuestras tías políticas, de visita en esos días en nuestra casa.
-¡Anda, nofriegue! ¡Si donde Nelvis tienen el techo sin baño! Con razón ese avión no se iba.
Y todas las veces el avión daba varias vueltas antes de irse en su viaje hacia ciudades lejanas, hasta que un día no volvió a verse más. En el titular de un periódico leí: "Urraca suspende sus vuelos". De un día para otro se acabaron los temblores de las doce; la caída de los vasos; el vaivén de las lámparas; y las miradas tiernas y las sonrisas enamoradas.
Pudimos volver a subirnos al almendro a la hora que nos diera la gana. Y pudimos contemplar de nuevo a Elvira, la pitonisa de las cartas, cuando revelaba sin rodeos los secretos encriptados de las mujeres adúlteras y de los hombres fornicarios a todo aquel que tuviera tres pesos para pagarle la consulta; y vimos jugadas grandiosas en el estadio como el gol de “El Panadero” cuando eludió a tres rivales y le hizo un paraguas al portero para hacer un gol digno de los mundiales de fútbol; y escuchamos a Jairo Romero cuando relataba el sutil encanto de la pelota presumida y rápida que describía una curva caprichosa antes de estrellarse con violencia en el piso de piedra y polvo de la cancha, lejos del marco en donde debía cumplir una cita con el éxtasis del gol.
Un día cualquiera, cuando la infancia me abandonó en la soledad de mis diecisiete años, fui al aeropuerto en donde contemplé una pista negra y resquebrajada por cuyas grietas se escurrían los vestigios de mi pasado; Me vi enfrentado al horizonte incierto de la tristeza y a las huellas borrosas de la nostalgia. En un rincón lejano advertí el espectáculo deprimente del cementerio de aviones y entre ellos, un trimotor corroído por el óxido y por el tiempo. Me aproximé con paso lento como quien camina por un sendero alfombrado de amargura y vi de cerca los viejos aviones, veteranos de mil vuelos. Uno de ellos era rojo y blanco…asaltado por un presentimiento busqué su número: se veía borroso, pero sobrevivía un dos y un tres. ¿Y el uno? Me pregunté. No estaba, en su lugar solo había una mancha de óxido.
Miré la ventanilla. A través de lo que ahora era un orificio irregular yo había contemplado muchas veces el rostro de un hombre que desafiaba el viento, la tempestad y el peligro. Pero que no fue capaz de bajarse de su nave para recoger el fruto de la semilla que un día sembró con sus sonrisas y miradas.
Mi hermana aún joven y ya con hijos, navega por los aires frescos de su nueva vida y de un pasado de “baños al mediodía” que parece olvidado, tan olvidado que no le importó cuando le dijeron que el techo del viejo baño había desaparecido con los vientos fuertes del coletazo de un huracán que pasó por el Caribe.
Cuando puedo regreso al lugar que ocupó el viejo almendro que hace unos años se vino abajo arrastrado por su vejez. Y recuerdo los días de nuestras travesuras mientras observo la antena del televisor todavía erguida e imagino a un pequeño posado en ella y un piloto que desciende y me invita a subir. Acepto la invitación y, mientras volamos por la ciudad, miro hacia abajo, pero ya las muchachas no están en los viejos baños sin techo de los patios.
sábado, 23 de abril de 2016
¡Qué terco es el sapo!
Escrito por: Alejandro Rutto Martínez
El personaje llegó sin saludar y se acomodó sin pedir permiso
a los dueños de la casa, el hecho no me hubiera molestado en lo más mínimo de
no ser por dos cosas: La singular criatura de enorme fealdad a los ojos de la
mayoría no había sido invitada. Y segundo porque el lugar al que había
llegado con semejante frescura era, ni más ni menos, mi propia residencia: Se
instalo en cierto lugar en el que no tardó en amañarse, porque allí encontró
lo que necesitaba alojamiento, y comida.
Esta
última, vale decirlo, la ganaba con el sudor de su propia frente o,
para ser más preciso, con el sudor de su propia lengua. Mi inesperado
huésped era un individuo del grupo de los batracios definido por el
Diccionario de la Real Academia Española como “anfibio, anuro, de cuerpo
rechoncho y robusto, ojos saltones, extremidades cortas y piel de aspecto
verrugoso”. Era dueño de dos enormes ojos y de cuatros extremidades
terminadas en manos multifuncionales y completaba su dotación una boca
gigantesca y una lengua larga y pegajosa con la cual casaba toda clase de
pequeños insectos.
Con
el paso de los días ya no me resultó tan extraño y a decir verdad comencé a
tenerle algo parecido al afecto y hasta me habría convertido en su amigo, de
esos que le preguntan al otro por su trabajo, por las ganancias del día,
cosas por el estilo, pero surgió algo inesperado: los de mi familia me pusieron a
elegir: el sapo o ellos.
Y
tuve que escoger y no propiamente me incliné por el intruso. Le
comunique mi decisión y aunque el idioma sapuno es de los que nunca
aprendí a hablar, debió entenderme porque se abandonó a los brazos del
nerviosismo y empezó desesperadamente a cumplir mi perentoria orden de
desalojo solo que a bases de una estrategia alocada y a todas luces
equivocada y en lugar de salir por la puerta, completamente abierta,
|
pretendía hacerlo saltándose lo que para él debía ser una
infinita pared de tres metros, coronada por un techo de concreto cuya
perforación hubiera dado un buen trabajo al mismísimo Clark Kent entalegado
en el uniforme de Superman.
Quise
ayudarlo con una escoba. Lo empujé con cuidado pero logró escabullirse de
nuevo y continuó con su inútil ejercicio de saltar contra la pared con la
intención de destrozarla o de pasar por encima de ella. Un poco
confundido por su actitud recordé a Biroco el más alto de mis
compañeros de 7º quien resolvía sus diferencias con los sapos y los demás
animalitos utilizando métodos criminales que hoy, en los tiempos de la
protección al medio ambiente, le habrían valido como mínimo una
demanda ante la Corte Penal Internacional.
Reprendí
el momento en que me vino a la cabeza
Biroco y su salvajismo; y regrese a la realidad de mis pobres resultados en
el prolongado operativo de desalojo, dejé las cosas como estaban confié en el
que el tiempo haría su parte, y dejé al sapo
en paz en su refugio.
Un
buen día desapareció de mi vista y entonces respiré alivio, pues también
declino la presión que me hacia la familia, dudo mucho que el sapo hubiera
salido por un sitio diferente a la puerta, y no puedo dejar de pensar
en todo el tiempo perdido por él y de paso por mí, debido a su terquedad de
tratar de salir por el lugar que no era; tampoco fue posible ignorar el
número de personas pertenecientes al
género humano, intelectual y evolucionado, utilizan la
estrategia sapuna de estrellarse contra la pared dura de la terquedad
sin concederse la opción de mirar a otro lado y encontrar
lugares, villas, y caminos despejados a través de los cuales puedan iniciar
su tránsito hacia la cumbre del ÉXITO.
|
jueves, 21 de abril de 2016
Historias del aeropuerto (Parte 3)
Heinrich Heine: Si quieres viajar hacia las estrellas, no busques compañía.
Escrito por: Alejandro Rutto Martínez
Recomendación:
este fragmento pertenece a un relato titulado LOS SECRETOS DEL ALMENDRO
que se ha publicado en tres entregas. Para comprenderlo mejor te
invitamos a leer las dos partes anteriores en esta misma página.
El avión se detenía
en la pista. Sí, se detenía después de haber arrancado. Una camioneta con
los emblemas del Hospital se acercó y bajaron a una mujer que
tenía "la barriga hinchada”, al decir de un voceador de prensa.
-La barriga
hinchada no, lo corrigió alguien. Está embarazada y está en trabajo de parto.
De seguro la llevan al hospital para que la atiendan.
Todos se
concentraron en la mujer y en los que la auxiliaban pero solo yo vi que alguien
trató de bajar del avión pero lo jalaron desde adentro y lo obligaron a entrar.
La puerta se cerró una vez más y el avión reanudó de nuevo su marcha para
despegar y elevarse por los aires para su cotidiana confrontación con el
viento, su encuentro con las nubes y el peligroso juego en el que desafiaba la
gravedad, la más democrática de las leyes existentes.
Cuando la aeronave
aún no tomaba gran velocidad apareció en la pista un singular personaje dando
fuertes voces que superaban en intensidad el fuerte ruido de los motores.
Al tiempo que gritaba corría y gesticulaba para llamar la atención de los
ocupantes del avión. Corrió con tanta velocidad que logró ponerse cerca
de la ventanilla de los pilotos y les hacía señas para que se detuvieran y les
abrieran la puerta.
Era un hombre alto,
como de 50 años de edad, flaco, de camisa blanca, pantalón blanco y vestido
marrón. Vestía exactamente como el excéntrico vendedor de lotería de la calle
15. Lo reconocí al instante como el hombre que en el vuelo de
la mañana había corrido detrás del último taxi del aeropuerto. Al parecer su
destino era correr de un lado a otro y era lo que había hecho a lo largo de esa
jornada: en la mañana corría desesperado para alcanzar un taxi y ahora corría,
quién iba a creerlo, detrás de un avión en marcha por el oscuro asfalto de la
pista de un aeropuerto de pueblo.
Todas las miradas
se fijaron en el desdichado pasajero en su alocada e inútil carrera detrás del
monstruo de los aires. Yo me dediqué a verlo a él pero también miraba
hacia las ventanillas en donde pude divisar el rostro nervioso de algunos
viajeros y creí alucinar cuando me pareció presenciar un forcejeo en el
interior de la nave.
El avión tomó el
impulso final y levantó vuelo hacia los aires a una velocidad mayor que la del
más rápido de los automóviles de la ciudad. Tuve la idea de que no había tomado
el rumbo de costumbre y supuse que estaban tomando las previsiones necesarias
para evitar los riesgos relacionados con el mal tiempo anunciado por las
autoridades meteorológicas.
Miré la veleta de tela raída y color rosado
desteñido: supe que el viento no soplaba en la dirección este-oeste
acostumbrada sino en sentido totalmente contrario. ¿Sería por eso que el avión
tomaba una ruta distinta? ¿O eran sólo ideas mías?
No tuve tiempo para
seguir pensando en esto porque las fuertes voces del pasajero retrasado
llamaron mi atención. Había dejado el maletín sobre una mesa y se pasaba
su pañuelo blanco sobre gruesas gotas de sudor (¿o agua?) que inundaban su
frente. Ese día fue testigo de todas las maldiciones que un hombre puede decir
cuando su frágil espíritu es abandonado por el dominio propio y se entrega
mansamente en los brazos de la ira.
Maldecía a la aerolínea por
desconsideración con sus viajeros frecuentes; insultaba al piloto porque, a
pesar de haberlo visto, no hizo lo posible para detener la nave; despotricaba
contra el sistema aeronáutico nacional por su falta de previsión para atender
casos como el suyo; se quejaba del tráfico pesado de una ciudad de calles
inservibles en donde era imposible que alguien llegara a tiempo al aeropuerto;
se lamentaba de las reuniones a las que no podría asistir esa tarde y decía
palabras tan groseras que me hicieron recordar la pelea de dos comadres (la
vendedora de arepas y la curandera) en la puerta de mi colegio la semana
anterior.
El hombre tenía un arsenal de epítetos contra el gerente de la
aerolínea, contra los taxistas, contras los reguladores de tránsito y contra
todo el que se le ocurriera.
Solo se calmó
cuando Adelino, el gerente del Hotel Familiar, se le acercó, le puso la mano en
el hombro y le habló en tono pausado:
-Deja la rabia, le
dijo. Vámonos para el hotel, almorzamos y después jugamos dominó toda la tarde.
Tú casi no descansas, aprovecha y disfruta de la tarde. Mañana temprano te vas
en el primer vuelo. El alojamiento de hoy es por cuenta de la casa. ¿Te parece
bien?
El tipo recogió de
nuevo el maletín, echó su última maldición y se dejó guiar de mala gana por
Adelino, rumbo al hotel en
donde pasaría aquel fuerte aguacero y jugaría una partida de dominó que le
ayudara a sobreponerse de la rabia que sentía. Casi nadie quedaba en el
aeropuerto y el avión era un punto invisible en esa porción de cielo por la que
nunca había visto circular una aeronave.
Cuando tomé mi
bicicleta para regresar a casa vi por última vez al pasajero de la corbata
junto con su hospedador. Juntos marchaban hacia el mejor hotel de la ciudad,
sin tener la menor idea de lo que había comenzado a suceder.
Leer la parte 2
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