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domingo, 29 de octubre de 2023

Tomás Domingo Ocando, pionero de emisoras y aerolíneas (Segundo episodio)

Foto reciente de Mingo Ocando y Joselina Brito

Escrito por: Alejandro Rutto Martínez

Resumen del episodio anterior: 
Un ruido que se escucha todas las noches en el banco tiene alterado el ánimo de los vecinos y ha hecho que circulen en el sector varias hipótesis, entre las que se cuentan historias de fantasmas. Al principio se preguntaban  ¿Qué será ese ruido tan raro? 

Pero después los rumores fueron perdiendo fuerza y se volvieron parte de la cotidianidad. 

Mientras tanto en el banco se presentó una vacante para el cargo de auxiliar de oficina.  Se postularon varios candidatos entre ellos uno que llamó la atención del gerente: el celador nocturno.

Al directivo se le hizo extraño que una persona de conocimientos limitados en el área administrativa aspirara al nuevo cargo, pero le dio la oportunidad de participar en el proceso de escogencia.  No había ninguna regla que lo impidiera. 

La prueba consistía en escribir una carta, mecanografiada,  sin errores de ortografía ni enmendaduras en el menor tiempo posible.

El primero en terminar la prueba fue...el celador, un muchacho de mirada limpia y sonrisa alegre que respondía al nombre de Tomás Domingo Ocando.

-¿Y este carajo en qué momento aprendió a escribir a máquina con esa redacción perfecta y esa ortografía impecable?, se preguntaba el gerente.

Y el cura italiano le respondió: “Caro amico, chi ha interesse al progresso studia alla luce di una lampada e impara a scrivere anche di notte”  (Querido amigo, aquellos que están interesados ​​en progresar estudian a la luz  de una lámpara y aprenden a escribir aunque sea de noche). 

Esa era la explicación  del ruido del banco. Era el intermitente clap, clap de una máquina de escribir en la que el celador aprendía a escribir a máquina, a la luz de un mechón que prendía y apagaba con ciertos intervalos. Al principio los tipos golpeaban de manera irregular el papel situado en el rodillo, pero después lo hacía de manera fluida. Era ese el momento en que Mingo ya había adquirido total destreza como mecanógrafo.

El excelador asumió su nuevo cargo, pero nunca le reveló a nadie que en algunos momentos de la noche prendía un mechón para leer y también para aprender a escribir a máquina y de esa manera se develó el misterio difundido por Ana Velásquez.

Tomás Domingo Ocando nació en Distracción, un pueblo pequeño, acogedor y romántico del sur de La Guajira, el 18 de septiembre de 1939, es hijo de Rafael Ocando un próspero comerciante de la región quien llegaría a ser nombrado alcalde de Maicao, y Victoria “Toya” Borrego, una amorosa mujer dedicada las veinticuatro horas del día a cumplir sus labores de gerente del hogar.

En 1956, cuando su registro civil indicaba que tenía 17 años, Tomás Domingo, a quien en adelante llamaremos “Mingo” se trasladó a Maicao en busca de mejores oportunidades, pero se encontró con la realidad de enfrentarse a lo desconocido y a la escasez de oportunidades. Trabajó como ayudante de albañilería, maestro de obra y mandadero. Hizo de todo hasta que se le presentó la oportunidad de trabajar en el Banco Popular en el que desempeñó varios cargos gracias a su don de gente, talento y su afición a formarse como autodidacta.

Al retirarse del banco se dedicó al comercio de víveres y abarrotes, pero un día recibió la llamativa oferta de gerenciar la oficina local de una empresa de transporte aéreo y fue así como llegó a ser gerente de Aerocóndor, una de las aerolíneas colombianas más importante de los años sesenta y setenta, para todo el departamento de La Guajira.

También tuvo su propia agencia de viajes en donde vendía tiquetes de las empresas Avianca, Sam, Aerocóndor, Taxader, Urraca y Satena. Era la época dorada del aeropuerto San José y “Mingo” era el encargado de venderles los pasajes a los numerosos viajeros que día a día se trasladaban desde Maicao hacia otras latitudes.

Por esa época conoce a la joven Joselina Brito, natural de Fonseca, quien vivía en el mismo sector que él, calle once con carrera 15 zona adyacente al mercado público. Se hicieron novios y decidieron unir sus vidas para siempre. La boda se efectuó en la iglesia San José el 16 de septiembre de 1967. Ella acudió elegante, como una rosa blanca, del brazo de su abuelo quien la llevó al altar en donde se encontraba Tomás Domingo, acompañado de Toya, quien desbordaba felicidad.

El matrimonio fue uno de los acontecimientos familiares más importantes de la década para las familias Ocando y Brito. Tanto Mingo como Joselina contaban con el gran aprecio de sus familiares.    

En el momento más importante de la ceremonia el sacerdote italiano expresó la conocida fórmula del ritual católico: Los declaro marido y mujer hasta que la muerte los separe. Y acto seguido le dirigió una pequeña exhortación a Mingo:  Caro ragazzo, prenditi cura di questa bella donna, ha un bell'aspetto e non ne troverai mai una come lei da nessuna parte.  (Querido muchacho, cuida a esta hermosa mujer, se ve que es buena y nunca vas a encontrar una como ella en ninguna parte.)

Josefina no necesitó mucho tiempo para conocer los hábitos de Mingo y sus aficiones. Entre ellas una  que marcaría la vida de ambos. 

lunes, 3 de julio de 2023

José Vicente Solano Cabana, el cuentero del Barrio Cristo Rey en Fonseca

 

domingo, 2 de julio de 2023

Cuentos de José Vicente Solano

 El higuerón y el calabazo, un atractivo cuento de la región en la voz de José Vicente Solano, de 95 años, cuentero del barrio Cristo Rey de Fonseca

sábado, 1 de julio de 2023

El cucurucú, cuento de José Vicente Solano

 José Vicente Solano, cuentero nacido en 1928, recoge las historias de la Provincia de Padilla y las cuenta en su singular estilo. Los invitamos a dejarnos sus comentarios acerca del dedicado trabajo del cuentero mayor del barrio Cristo Rey en Fonseca, La Guajira. 

martes, 30 de mayo de 2023

Cuento: el carro humano

Una singular historia referida por el cuentero José Vicente Solano Cabana, nacido en 1928, quien recoge en su vasto repertorio curiosos e interesantes relatos de la Provincia de Padilla. 

domingo, 16 de octubre de 2022

Crónica del primer encuentro de escritores en la Tierra Amable (tercera parte)



Por el retrovisor pudimos observar que eran dos hombres con intenciones de viajar y en cuyas manos tenían herramientas agrícolas.

-“Pobrecitos, nadie los va a llevar”, dijo el conductor

Leer la segunda parte de esta emocionante crónica

Recordé que no había orado aquella mañana, así que lo hice con toda la devoción posible así que apenas alcancé a ver los pueblos que dejábamos atrás: Carraipía, Porciosa, La Jamichera…y finalmente apareció la anhelada S de Paradero sin que hubiera ocurrido nada. 

En  verdad nos habíamos ganado lo que nuestro piloto llamaba “la lotería del viaje”.

En el asiento de atrás los dos compañeros de Larios, un hombre y una mujer,  charlaban animadamente acerca de los miles de millones de pesos que se movían en sus contratos.  Sin proponernos escuchamos detalles de jugosos negocios relacionados con actividades impensables. 

Al parecer tenían relaciones con empresas contratistas del estado y el diálogo giraba en torno a su evidente inconformidad por la repartición de utilidades.

Menos mal los ladrones de la carretera no supieron que  ellos venían con nosotros. 

Habrían sido el blanco perfecto.  A todas estas  ¿Por qué viajaban como pasajeros y no en sus propios vehículos? Tal vez para despistar al enemigo.  

La mujer se  ufanaba de haber puesto a alguien contra la pared mediante o una dura advertencia: 

-"Me ha visto cara de  idiota, pero usted no sabe quién soy yo"

Me hubiera gustado ver la cara de Larios al escuchar la manida frase de los prepotentes en Colombia. Preferí imaginar su irónica sonrisa. 

Los casuales acompañantes  iban para la audiencia pública organizada por la senadora Marta Peralta en Fonseca, de manera que su viaje era un poco más largo que el nuestro y tendrían más tiempo para hablar de sus millonarias transacciones. 

En cierto momento de su conversación decidieron hablar en un idioma desconocido para nosotros así que no pudimos saber quiénes eran ni en qué campo de la vida diaria se desempeñaban, así que nos concentramos de nuevo en la vía. 

Las lluvias dejadas por la tormenta habían logrado que a lado y lado de la carretera hubiera paredes verdes salpicadas de flores amarillas y rojas.   De un momento a otro el cielo claro fue inundado de nubes grises y comenzaron a caer algunas  gotas de lluvia que se deslizaban vertiginosas por el parabrisas.   

Un poco más adelante el sol volvió a asomarse en toda su intensidad, los pueblos se sucedían uno detrás del otro: Albania, Cuestecitas, Hatonuevo.

-¿Falta mucho para llegar a Fonseca?, preguntó uno de los multimillonarios del asiento trasero.

-“Ahora viene Papayal, después Barrancas y enseguida Fonseca”, estamos muy cerca contestó Fernando.

En efecto cruzamos Papayal pero Fernando llevaba en mente a Fonseca, así que por poco se pasa de largo. 

-¿Ustedes dónde se quedan? Nos preguntó Fernando

-Hotel Iparú, le contesté de inmediato.


Al llegar al sitio de nuestra reunión pagamos los cincuenta mil pesos del pasaje y entramos a toda prisa, pues llegábamos con una hora de retraso.

Nos recibió Jesús Acosta, un joven atento, respetuoso y emprendedor a quien los afanes de las múltiples tareas concernientes a su rol de director general del Festival del Carbón aún no le arrancaban ninguna muestra de preocupación y mucho menos de intranquilidad.

Lo primero que hizo fue pedirle a uno de sus auxiliares que nos hospedaran en el Hotel Musichi y que nos mantuviéramos allá a la espera de nuevas instrucciones.

A todas estas ¿Dónde estaría Abel Medina?

Una llamada de Julio Larios despejaría la incógnita:

-“Estamos en un colegio dando consejos a los jóvenes y de paso un recital”

Hubiéramos querido ir a acompañarlo y compartir con los niños, niñas y adolescentes pero...

Leer la cuarta parte de esta emocionante crónica

viernes, 8 de julio de 2022

Eduviges Deluque, mujer de paz aún en medio de la tormenta


La señora Eduviges Deluque era sinónimo de alegría, paz, amistad y buena vibra. El pasado 1 de julio, después de 92 años muy bien vividos, fue invitada a participar de la fiesta celestial y desde ese día se encuentra gozando de todos los privilegios de quienes parten con la seguridad de que han ganado el derecho a gozarse la vida eterna con quienes se habían marchado antes.

Había nacido el 10 de enero de 1930 en Galán, corregimiento del municipio de Riohacha en el hogar del reconocido médico de la región Leopoldo Deluque Estrada y Perfecta Rosa Peralta Medina.   El doctor Leopoldo era un destacado profesional que había consagrado su vida a servirle a la gente del pueblo y atendía a todos los pacientes que solicitaban sus servicios, sin reparar en que éstos no tuvieran como pagar sus honorarios profesionales. La señora Perfecta era una madre amorosa que se dedicó con celoso amor a criar a todos los hijos que Dios le obsequiaba.

Eduviges creció guiada por el buen ejemplo de sus mayores, era una niña vivaz y generosa y después una joven juiciosa que soñaba con tener una familia numerosa como la de sus padres en un hogar que fuera sólido, protegido por la ternura y el respeto.

El 14 de diciembre de 1949, cuando tenía 19 años, se comprometió en unión libre con José Vicente Solano Cabana, un campesino fuerte, serio y trabajador, con quien compartió el resto de su vida.

Poco a poco se cumplió el sueño de tener una familia numerosa.  Fue así como nacieron sus hijos Víctor Segundo, Ana Rosa, José Vicente(fallecido), Elicenia, Iván(fallecido), Robinson, Eccehomo Daniel, Adail Enrique, Edilson Rafael(fallecido), Luis Alfonso y María Cristina.

A lo largo del tiempo la pareja vivió en Galán, Tomarrazón, Barbacoas, Cotoprix y Codazzi (Cesar) de donde se trasladan a La Majayura, cerca de Maicao, luego residen en Los Remedios, Guamachal, Maracaibo (Venezuela) y Maicao. En los últimos años se residenciaron en el barrio Cristo Rey de Fonseca.


El matrimonio del siglo


“Vige” le había contado a la familia que uno de sus más grandes sueños era casarse con Vicente, el hombre al que amaba como el primer día en que se unieron. Al principio les pareció una idea muy simpática pero difícil de cumplir, entre otras cosas porque le faltaban algunos documentos y también porque no les parecía necesario que dos adultos de 86 y 88 años se casaran después de una feliz convivencia de 67 años.

Ella se mantuvo firme en la idea, de manera que sus hijos hicieron todas las gestiones, encontraron los documentos que faltaban para que la boda pudiera realizarse.

Fue así como acudieron donde el reconocido pastor Santander Ortega, quien, en nombre del Señor, declaró a Vicente y Eduviges esposo y esposa en una noche en la que ella se vistió de blanco y él hizo unos de su mejor pinta de galán conquistador.

Fue lo que en Fonseca y toda La Guajira se denominó como “el matrimonio del siglo”.

 

Más de cien descendientes


La pareja conformada por Eduviges y José Vicente logró conocer y ayudar en la crianza de 139 descendientes de cuatro generaciones como se describe a continuación:

Hijos:                        11

Nietos:                     37

Bisnietos:                73

Tataranietos:         18

 

Rumbo a la eternidad

El pasado 1 de julio, después de padecer algunos quebrantos de salud, “La niña Vige” se marchó hacia las regiones de las moradas eternas, con la misma tranquilidad de la que siempre ha sido dueña.  En sus días finales se mantuvo serena y acompañada por su inseparable Vicente y cuatro generaciones de descendientes, unas cien personas entre hijos, nietos, bisnietos y tataranietos.

De ella quedará siempre la enseñanza de tener paz, aunque sea fuerte la tormenta y de buscar a Jesús como único y verdadero salvador.

viernes, 1 de abril de 2022

El muerto vivo


Escrito por: Jorge Parodi Quiroga

Crecí en el seno de una familia protestante en un pueblo que en su mayoría profesaba la fe católica. Fue un desafío importante, a través del cual aprendí a respetar las creencias ajenas y a ser tolerante con las burlas de los demás.

Fui blanco de escarnios y comentarios desafinados la mayor parte de mi adolescencia; era, a los ojos de algunos de mis compañeros, una extraña criatura, aunque yo me sentía un ser normal, solo que no corría con la corriente: era un lector disciplinado de la Biblia que no participaba de las celebraciones religiosas de la comunidad.

A quienes caminaban calles enteras detrás de una imagen que para ellos era objeto de veneración, les parecía gracioso que yo me arrodillara ante un Dios invisible. El mundo de antes fue menos tolerante con los diferentes, hoy lo entiendo.

Nunca asistí a alguna liturgia de la confesión católica, pero cada tarde, cerca de las tres, corría a pie descalzo con mis amigos de la cuadra hasta la torre de la iglesia para tocar las campanas que anuciarían que la hora diaria de la misa se aproximaba.

Éramos unos siete muchachos quienes teníamos el acuerdo tácito que quien llegara primero a las escalinatas del templo, se ganaba el derecho a hacer sonar esas enormes campanas que producían un sonido tan dulce y particular, único.

Por lo general nunca llegué de primero, no recuerdo haber sido el campanero en más de tres ocasiones, pero nunca dejé de acompañar a mis compadres de entonces; era mi forma de socializar y no parecer tan raro, además, encontré un tesoro que me pareció mucho más atractivo.

Detrás del altar, en alguna exploración que hice con Fidel Redondo, mi mejor amigo de entonces, encontramos un nicho lleno de obleas y a su lado un reposado vino español. No le dijimos a nadie de nuestro hallazgo, pero desde ese día, nunca nos interesó llegar de primeros en la carrera de campaneros ad honorem.

Esperábamos que todos subieran las encaracoladas escaleras del campanario y Fidel y yo nos dirigíamos al fondo a dar cuenta de las obleas y de una (o dos) copitas de vino, por cortesía no manifestada del Padre Oñate, el párroco del pueblo.

Algún tiempo después nos enteramos que esas obleas eran las hostias que se usaban en las misas de cada día, sentimos algo de vergüenza, no suficiente para dejar de hacerlo; Fidel y yo salíamos cada tarde sonrientes de la iglesia, llenos, pero de pan y vino.

La carrera por llegar primero hasta el campanario casi siempre la ganaba Juanchón, un corpulento vecino y algo mayor; tocaba esas campanas con entusiasmo y semblante de orgullo. Nadie le ganaba, y siempre mantuvo una disputa con todos los demás.

Fidel y yo, escuálidos y más pequeños, nos resignamos al vino y a las hostias. Cierta tarde, mientras sorbíamos extasiados esa delicia española, fuimos atraídos por unos gritos desesperados, corrimos hasta los atrios de la iglesia y una muchedumbre angustiada rodeaba el cuerpo de Juanchón, quien yacía inmóvil y sangrante.

La cuerda de una de las campanas, fatigada por el uso, se reventó, desestabilizando a Juanchón, quien, para tocarlas con más fuerza, colocaba cada pie sobre los tragaluces del campanario, unas aberturas de un metro en cada pared, cuatro en total; fue una caída de más de diez metros.

El dictamen del médico que lo recibió en el hospital, que más parecía un puesto de salud, fue concluyente: Juanchón, producto del fuerte golpe, falleció. El luto y el dolor visitaba a una familia muy cercana a la nuestra.

En Fonseca no había por entonces dependencias de medicina legal, no había ni medicina, así que entregaron sin tanto protocolo el cuerpo a los deudos para la respectiva velación.

Tampoco había salas de velación, de manera que el finado permanecía toda la noche en la sala de su casa hasta cuando las campanas anunciaban la hora de la ceremonia previa al entierro.

La noche del velorio de Juanchón fue especialmente oscura, no hubo luz en todo el pueblo, la casa estaba abarrotada de vecinos y amigos que acompañaban el cuerpo inerte de uno de los campaneros más connotados y queridos, sus familiares lloraban amargamente y en el ambiente se entremezclaban el olor de café con jengibre y el humo de cigarrillo.

Fue necesario traer sillas de las casas vecinas para poder acomodar a tantas personas que llegaban a expresar sus condolencias. En el centro de la casa, alumbrado por cuatro velas enormes, yacía el féretro con Juanchón adentro; cada cierto tiempo se acercaba hasta la caja mortuoria alguno, era conmovedor, nadie podía contener las lágrimas y la pregunta obligada, en tono de reclamación era: ¡Ay Juanchón! ¿Por qué te fuiste?

La solidaridad de los vecinos se hizo notoria; algunos trajeron bolsas de café y azúcar, otros, cajas de cigarrillos, las señoras se organizaron en brigadas, unas en la cocina preparando el café, otras lo servían y lo brindaban a los acompañantes en bandejas que también eran prestadas por algún vecino.

Dentro de la casa, acompañando a la mamá de Juanchón, estaban, vestidas de negro cerrado, las beatas del pueblo; rezaban de tanto en tanto alguna plegaria y oficiaban, también ad honorem, de endechadoras. Era una sinfonía de llanto lastimero y agudo, sobrecogedor.

En la calle estaban sentados los hombres del pueblo, desde el cura (por supuesto él no podía faltar) hasta el notario. Se hacían en grupitos, de acuerdo a sus filiaciones políticas y etílicas; sí, porque en los velorios de mi pueblo, al menos en esas épocas, el traguito era infaltable.

Así transcurrieron las horas, la mayoría se levantaría de su silla solo para acicalarse adecuadamente para llevar en hombros el cajón hasta su última morada, esa era la costumbre. El murmullo de la gente subía y bajaba y cada cierto tiempo se escuchaba el desgarro repetido frente al cadáver: ¡Ay, Juanchón! ¿Por qué te fuiste?

Cerca de las tres de la madrugada, tal vez porque el cansancio comenzaba a asomarse, el silencio dominaba todo el escenario fúnebre; apenas se escuchaba el gimoteo de la mamá del difunto.

A algunos les pareció escuchar el sonido de un golpe leve sobre la madera, nadie dijo nada, pero hubo una alerta general, de manera que el silencio se hizo más agudo y se afinaron los oídos. Nadie escuchó nada, pero continuó gobernando un silencio cómplice.

Alguna señora del combo de las rezanderas, creyó oír un gemido pequeño; se erizó espantada y con disimulo se echó la cruz entre cabeza y pecho: “Ave María purísima, sin pecado concebido” dijo con la voz quebrada.

La palidez de su rostro, evidenciado con la luz de las velas, alertó a una de sus compañeras, quien prudente y discreta se le acercó y le preguntó: “comadre, ¿qué le pasó?”; quedó estupefacta cuando aquella le reveló la razón de su transfiguración. “Sabe comadre, que a mí me pareció escuchar algo también” le respondió y a seguido se santiguó también.

Descompuesta, se dio la vuelta y se dirigió a su vecina de butaca más próxima, quien sostenía un rosario en la mano derecha y movía los labios sin emitir sonido: “comadre, imagínese que mi comadre Josefa escuchó un gemido extraño, y yo también; algo extraño está por suceder” le dijo con voz trémula y semblante transcendental.

“Comadre” le respondió esta, “y por qué cree usted que estoy pegada a las cuentas de mi rosario, yo también escuché algo muy extraño, Dios nos ampare y la virgen nos favorezca, pero aquí hay algo muy misterioso”.

Así de boca en boca, de comadre en comadre, en pocos minutos, todos en el recinto no hablaban de otra cosa que no fuera los extraños sonidos. Hubo pánico colectivo y las especulaciones no se hicieron esperar.

“Es el alma del difunto que está en pena”, dijo alguno; “son ángeles que vienen a buscar el alma de Juanchón, no ven que él era siervo de la iglesia, nadie tocaba las campanas como él”, se arriesgó a decir otro; “son demonios que pelean para llevarse el alma del difunto”, comentó alguien más; “ya dejen el alma de Juanchón quieta” apuntó el cura.

El barullo creció y el espanto también, no faltó quien dijera que a lo lejos se escuchaban gemidos raros, de ultratumba. Los parroquianos apuraban el trago para anestesiar al miedo, porque borracho resulta mejor enfrentarse a las cosas del más allá, decían; las beatas rezaban sin parar y de vez en cuando se volvía a escuchar: ¡Ay, Juanchón! ¿Por qué te fuiste?

La noche, que ya estaba agitada, se estremeció cuando de repente se escucharon golpes, quejidos y la voz de Juanchón que gritaba angustiado: “Ay mi madre, sáquenme de aquí nojoda, que yo no estoy muerto…” Ni la mamá de Juanchón se quedó en aquella sala, todos salieron despavoridos del lugar.

¿Quién es Jorge Parodi?

Nacido en Bogotá el 12 de febrero de 1965. Abogado, Especialista en Derecho Penal y Criminalística. Docente Universitario en las áreas del Derecho Procesal, Derecho Penal, Metodología de la Investigación y Argumentación Jurídica; Conferencista en temas de superación personal y liderazgo. Teólogo, Político y Empresario. Casado con Silvana Cohen, padre de 5 hijos y abuelo de 3 nietos. Fundador y Director de la revista Veritas, enfocada en temas de Teología. Gerente de  Ondas de Restauración y de RPV mundo, emisoras virtuales orientada a la difusión de la cultura y la espiritualidad. Desde muy temprana edad incursionó en el mundo de la Literatura. Escritor de prosa y poesía, que ha conjugado con la elaboración de artículos científicos en el área del Derecho y escritos de superación personal y liderazgo.

miércoles, 23 de marzo de 2022

El Campamento

Escrito por: Jorge Parodi Quiroga*


Enero fue mi mes favorito durante los convulsionados años de transición entre la adolescencia y la juventud. Los primeros siete días del año significaban para mí una ventana a la libertad, a la consecución de propósitos y sobre todo al intento de comprensión de esto que llamamos vida.

Era un espacio vital que marcaba de manera importante los meses restantes. No lo superaba las fiestas decembrinas ni lo eclipsaba la proximidad terrorífica del nuevo año escolar que se asomaba amenazante.

En las inmediaciones de la Sierra Nevada de Santa Marta, nos dábamos cita más de doscientos mozuelos como yo. Proveníamos de diferentes partes de la costa caribe colombiana, de costumbres e idiosincrasia disímiles, compartíamos la misma fe y ganas inmensas de ser diferentes; perseguíamos un estilo superior de vida.

El paisaje exuberante de las montañas, las peripecias para arribar hasta el punto en donde se instalaba el campamento, las aguas frías y cristalinas del Río Guatapurí en su nacimiento y el clima gélido de las noches cargadas de estrellas, le prodigaban a nuestra reunión anual una atmósfera especial que guardaré en mi memoria por siempre.

Después de una vuelta completa al sol, nos reencontrábamos con personas que se hicieron especiales en muchos sentidos, nos desconectábamos de la cotidianidad, y asumíamos, con el estatus de campistas, una disciplina admirable.

Todos los días nos levantábamos antes de las seis de la mañana, formábamos en orden, entonábamos el Himno Nacional mientras se izaba la bandera y luego de elevar alguna plegaria, nos disgregábamos en grupos pequeños, para conocernos, leer la Biblia y atender las tareas de limpieza que los líderes nos confiaban durante nuestra permanencia en aquel lugar, luego de lo cual, tomábamos el desayuno.

Sobre las nueve de la mañana todos nos congregábamos en el auditorio principal, un tabernáculo de dimensiones grandes, que al igual que las cabañas que servían de dormitorios, la cocina y los baños, fueron construidos por jóvenes norte americanos que llegaban al país en sus vacaciones de verano.

En el tabernáculo nuestra permanencia se extendía hasta cerca del mediodía; era un tiempo de estudio, conferencias y entrenamiento enfocados en personas de nuestra edad, al final del cual el destino era el río, un poco de exploración quizá y por supuesto, estrechar los vínculos de amistad.

Cada tarde tenía diferentes actividades recreativas: campeonatos de fútbol que enfrentaban a las delegaciones, de ajedrez, carreras a campo traviesa y alpinismo, esta última actividad siempre dirigida por un norteamericano experto y que conocía a la perfección la enorme montaña que tutoraba nuestro campamento.

Nunca me caractericé por ser ni siquiera un deportista regular, era un desastre total en realidad: malo en el fútbol, negado para el ajedrez, terrible en todo. En mis años de estudiante alguna vez practiqué el atletismo, me gustaba, y con algún entrenamiento logré avanzar algo, no lo suficiente.

En uno de mis primeros campamentos me inscribí en la carrera de atletismo que partía desde el punto de asentamiento y se extendía diez kilómetros entre lomas y valles; no consideré los estragos de la altura y a menos de cincuenta metros casi me muero de asfixia. Mi orgullo no me permitió aceptar el descalabro y me escondí hasta el final de la carrera, entonces aparecí fingiendo una luxación.

Con la experiencia atlética aprendida, el siguiente año me uní al grupo de escaladores; bien difícil, pero con la guía de don Roberto Moyer, un gringo curtido en eso de subir montañas, después de varios cuasi desmayos, logramos alcanzar el pico. Fue una experiencia satisfactoria que repetí los dos años siguientes.

El tercer año después de mi hazaña alpinista, don Roberto no asistió por razones que no conocí, de manera que para mí y los amigos que me seguían, porque eran igual que yo de malos en todo los demás, no había ninguna actividad recreativa que practicar.

Pero ese año, alguien comentó que río arriba había una considerable cantidad de truchas de buen tamaño. Pescar, eso era algo que hacía en las aguas del río que cruza mi pueblo, así que no dudé en organizar una excursión de pesca. Todos se emocionaron y esa noche todos los campistas nos esperaron con la esperanza de disfrutar trucha en la cena.

La noche nos arropó y no pescamos ni un resfriado. Sabíamos que al regresar nos crucificarían los demás campistas, y en efecto sucedió. Fuimos blanco de burlas crueles; además, todos nos culpaban de una cena nada parecida al manjar que se esperaba. Desde ese día fui conocido como Jorge “La trucha Parodi”.

La desgracia me dio algo de celebridad y siendo mi habilidad mayor la socialización, compartir los pormenores de mi intentona de pesca fallida con las niñas del campamento rindió sus réditos y entonces me hice blanco de la envidia de mis compañeros.

Esa parte de los deportes y la recreación era mi pesadilla, la sobrellevé entablando nuevas amistades, sobre todo con miembros del sexo opuesto, que se interesaban más en mis dotes como guitarrista y compositor que en mis condiciones de atleta, las cuales eran nulas.

El siguiente año, que sería mi último campamento, con las experiencias en atletismo, fútbol y pesca anteriores, estaba desprogramado por completo, lo que tampoco se veía bien; de manera que cuando se abrieron las inscripciones para la participación de las diferentes actividades, no dudé en inscribirme en el grupo de los escaladores.

En esa ocasión nuestro guía gringo tampoco asistió, así que me ofrecí como director de la excursión. Ya había escalado varias veces esa montaña y a todos les pareció que podría ser un buen conductor de la expedición.

El grupo de escaladores estaba conformado por más de treinta personas entre hombres y mujeres, dentro de los cuales se encontraba mi grupo de anti atletas que conmigo sumábamos diez.

Iniciamos el ascenso a las tres de la tarde en punto; a pocos kilómetros, en la falda misma de la montaña, más de la mitad ya había abandonado la aventura; yo mismo quise devolverme pero mi orgullo no me lo perdonaría.

A media hora de iniciado el periplo solo quedamos quince personas; cuando el verdadero ascenso inició solo quedamos los diez amigos de siempre, que no claudicaríamos en favor de una vergüenza más; al cabo todos confiaban en mí, estaban seguros que escalaríamos esa imponente mole de piedra y regresaríamos llenos de victoria a contar las incidencias alrededor de una fogata bajo el cielo preñado de luceros.

Aquel cerro se levantaba vertical como una pared hasta el cielo, tenía algunos senderos escarpados por los que se podía subir; el terreno era sumamente resbaladizo y permanecía húmedo y frío. A los lados de las rutas sobresalían enormes piedras grises e inaccesibles, un solo descuido podría significar una tragedia, al menos un susto mayor.

Continuamos subiendo, la tarde empezó a oscurecerse muy rápido y los nervios me sobrecogieron, aunque no lo demostré; allá arriba todas las rutas eran iguales y caí en cuenta que bajo la dirección de míster Moyer, nunca me preocupé por memorizar cada sendero.

Dos horas después, estábamos absolutamente perdidos y lo peor, sin darnos cuenta nos encontramos justo en la mitad de un peñasco de más de veinte metros de superficie. Entramos en pánico. Estábamos atascados, cansados, con fuertes calambres y debajo de nosotros una caída de más de doscientos metros. Fue la primera vez que estuve tan cerca de la muerte.

Todos lloramos sin parar; por mi mente pasaba la imagen de mis padres; alcancé a verlos en mi funeral, frente al ataúd llorando y dándome una golpiza por la infeliz decisión de subir esa montaña. Desde mi muerte pude escuchar su reproche y su regaño por haberme atrevido a semejante estupidez.

A alguno de ellos, Juan Carlos se llamaba, resignado ante la inminente caída, se le ocurrió que debíamos hacer una última oración, no de despedida, más bien para asegurarnos que la última acción en vida nos franqueara la entrada al paraíso. Claro que todos oramos con fervor, ninguno pidió un milagro, todos suplicamos que los golpes no dolieran tanto.

En el campamento base, la oscuridad que se apoderó de la tarde alertó sobre alguna posible emergencia de los escaladores, así que ayudados con poderosos binoculares trataron de ubicarnos en las rutas de subida. El nerviosismo se apoderó del campamento a medida que la noche caía y por fin nos avistaron y comprobaron el difícil momento que atravesábamos.

Inmediatamente se dispuso el operativo de rescate. Ayudados por personas de la región subieron el cerro por la parte posterior que ofrecía una ruta segura y desde el pico de la montaña nos arrojaron cuerdas con las cuales nos arrebataron de las garras de la muerte, pero no de una vergüenza más.

Esa noche entre risas, llanto y sin cinco de gloria, nuestras peripecias fueron el tema de conversación; tal como lo soñamos: alrededor de una fogata, con el sonido imponente del río de fondo y arropados bajo el manto oscuro de la noche que dejaba resaltar la refulgencia de un millón de estrellas.

Ese fue mi último campamento. El año siguiente me comencé a volver viejo, pero tantas experiencias hermosas se quedaron tatuadas en mi mente y en mi alma.

De aquellos tiempos de juventud y aventura conservo algunos buenos amigos, aún compartimos la misma fe, definitivamente hemos sido en muchas maneras, diferentes, y al igual que yo, en el umbral del otoño reconfortamos el espíritu cada vez que nos visitan las imágenes de esos días de campamento.

 

Nacido en Bogotá el 12 de febrero de 1965. Abogado, Especialista en Derecho Penal y Criminalística. Docente Universitario en las áreas del Derecho Procesal, Derecho Penal, Metodología de la Investigación y Argumentación Jurídica; Conferencista en temas de superación personal y liderazgo. Teólogo, Político y Empresario. Casado con Silvana Cohen, padre de 5 hijos y abuelo de 3 nietos. Fundador y Director de la revista Veritas, enfocada en temas de Teología. Gerente de  Ondas de Restauración y de RPV mundo, emisoras virtuales orientada a la difusión de la cultura y la espiritualidad. Desde muy temprana edad incursionó en el mundo de la Literatura. Escritor de prosa y poesía, que ha conjugado con la elaboración de artículos científicos en el área del Derecho y escritos de superación personal y liderazgo.

jueves, 10 de marzo de 2022

El profesor: reconocimiento a Alejandro Rutto Martínez

 Por Jorge Parodi Quiroga

 


El inconmensurable poder transformador de las realidades sociales a través de la educación, es una verdad de Perogrullo. Nadie puede cuestionar el valor trascendental y revolucionario que en cada estadio de la humanidad, ha sido gestado a partir de la aprehensión del saber, su deconstrucción y su transmisión.

Por otro lado, tan determinantes como el conocimiento y su producción, resultan quienes lo saben transmitir, aquellos que con mística y devoción entregan su vida a la pedagogía. A la vanguardia de la transformación social, de la formación humanista y la construcción del ser, estarán siempre los soldados cuyas armas son la pizarra y el borrador.

La historia de la humanidad nos certifica que una sociedad educada, es una sociedad próspera. Así mismo, el letargo social, está íntimamente ligado a la carencia educativa y a la falencia pedagógica.

Otra sería la historia si las riendas de la vida nacional, en todos los órdenes, estuviera en manos de los que con cada acto, cada ejecutoria, pretenden formar, educar y enseñar. Necesitamos más profesores al frente de nuestro país, hemos probado por décadas con políticos de profesión y mercaderes de intención, y tenemos a la vista la debacle en la que nos han sumido.

Hoy me referiré a uno en particular, Alejandro Rutto, el profesor Rutto como es conocido, un señor alto y de aspecto noble, maicaero orgulloso, de facciones europeas (es de ascendencia italiana) pero de corazón y alma guajiras, vernáculas.

Al profesor Rutto, lo conozco no hace más de dos años, hemos coincido en el amor por la literatura, ambos somos miembros del colectivo literario Papel y Lápiz. Él es un escritor  fluido, cronista y hombre de radio. Su obra es abundante y generosa, rica en verbo, profunda en contenido. Es reflexivo en sus planteamientos, retador en sus propuestas.

Su pasión por la escritura, estimo yo, ha sido atizada por su incuestionable vocación pedagoga. Combina con maestría sus propias experiencias, enriquecidas con el influjo notable de sus lecturas que han de ser muchas y variadas, y las expresa con una particular empatía que hace agradable y fácil su comprensión. Es un cultor de las letras.

Asumo que su cabal entendimiento de la importancia de la educación y la transmisión del saber, provocó en él, como fulminante, el ánimo necesario para acometer empresas descomunales y nada fáciles, sobre todo en nuestras latitudes, para masificar la enseñanza y hacerla asequible.

No alcanzo a dimensionar el esfuerzo tan grande para hacer realidad que a su Maicao, la Universidad de la Guajira y el Servicio Nacional de Aprendizaje (Sena), de las cuales ha sido docente e instructor, llegaran con oferta educativa de calidad y presencial. Sí, al profesor Rutto se le debe en buena parte, que la posibilidad de los maicaeros por alcanzar un título académico, no significara un desplazamiento diario hasta la capital, Riohacha.

Por sus manos nobles han pasado un gran número de guajiros que hoy hacen parte del componente profesional de nuestro departamento, que han sido influenciados por las inquietudes intelectuales de un profesor que tiene humildad en el corazón, respeto en su trato y grandeza en sus actos.

En realidad pocas veces he tenido el gusto de compartir en persona con el profesor Rutto. Tampoco le he entrevistado previo a este escrito, ni siquiera consulté con él antes de sentarme frente a la pantalla de mi computador; pero creo que hay personas con una valía tal, que es imperativo resaltarlas, Rutto es uno de ellos.

Cuando supe que presentaría su nombre como aspirante al Congreso de la República, mi primera reacción fue de desacuerdo. No creí que esos escenarios de la política tan salpicados de corrupción y deshonestidad, fueran dignos de una persona como él.

Ha sido observando su desempeño pulcro durante estos meses de campaña, escuchando sus intervenciones en los debates públicos, siendo testigo de los ríos de personas que ven en él la esperanza de un verdadero cambio con justicia social, que he comprendido que esta nueva gesta del profesor que aprecia La Guajira toda, vale la pena.

Lo he visto en la plaza pública, nunca pierde su cadencia y su humildad, se ha enfrentado a maquinarias enquistadas en la política regional por años y fortalecidas con capitales que él no tiene, y siempre está sonriente, optimista, respetuoso, convencido de que su cruzada vale los esfuerzos y sacrificios que junto a sus amigos y su familia hace.


Ahora, me he convencido que es necesario darle una oportunidad a un educador como Alejandro Rutto, un hombre bueno y temeroso de Dios, quien ha demostrado con hechos durante toda su vida, una honestidad a toda prueba y el talante del guajiro que ama a su tierra y lo demuestra con sus actos más que con las palabras.

Muy seguramente de la mano del profesor Rutto, los tiempos de la justicia social que tanto añora La Guajira, han de llegar.

lunes, 27 de abril de 2020

Este gallo es una metralleta

Escribió: Armando José Olmedo Larrazábal

Mi compadre Falvino Rincones Martínez, es uno de los amigos importantes en mi vida, con él he gozado muchos gratos y felices momentos y algunos no tanto, pero, que hacen parte del trasegar terrígeno y como tales, le dan forma a nuestra amistad y al diario personal.

Ya completada la segunda etapa formativa, él como pedagogo de la Escuela Normal Superior de Barranquilla y yo bachiller del Colegio Departamental Efe Gómez de Fredonia, Antioquia. 

De mi promoción en el bachillerato, fui el único que se presentó en la Universidad Nacional sede Medellín y, pasé; comencé mi carrera de Ingeniería Agronómica, en la Universidad Nacional sede de Medellín, pero las huelgas de principios de la década del 70, no me permitieron continuar. Así que, regresé a mi pueblo Fonseca, mientras alimentaba la esperanza de seguir mis estudios profesionales. Mi compadre, trabajaba en Uribia, como maestro en la Normal de señoritas y en esos días de febrero de 1973, había comprado una camioneta Ranger XL último modelo, automática color blanco, placa venezolana. 

Llegó a Fonseca “encamionetado” y me mando a buscar. Yo no sabía nada del carro, cuando llegué a la casa encontré un ambiente festivo y de mucha alegría y estaban tomando cervezas, los famosos botellones de Águila, de esos tiempos.

Macha, la mamá de Falvino, una señora bonachona y querida en la región, cuando la saludé me dijo: tienes que felicitar a “Falvi” pues está estrenando carro. Enseguida le di un abrazo y los buenos deseos y la algarabía fue total. La casa de los Rincones Martínez siempre ha sido como una especie de consulado donde nos reunimos con frecuencia y el ambiente familiar contagia y lo que se respira es comunitario, de tal forma que todo se comparte y el amor es la cobija con que nos arropamos cuando estamos donde Macha.

Tomasa “Macha” Martínez Gómez era casada con Gregorio “Gollo” Rincones Maestre, de esa unión nacieron once (11) hijos: Fadrique Alfonso, Fara (RIP), Fabiola, Fadul, Falvino Rafael, Filgar Paul, Felicita, Frut Mary, Víctor Gregorio, Facundo y Freddy. 

De acuerdo con comentarios del compadre Falvino; ”no existió una propuesta preconcebida para nombrar a los hijos de la pareja con nombres que comenzaran con la letra “F”, los cinco primeros fueron bautizados y coincidencialmente apareció la “F”, y se siguió procreando y los nombres salían, porque la idea era tener ocho hijos, es decir, el último sería Víctor Gregorio, nombre que surgió entre ellos, de la combinación de los nombres de los papás de la pareja: Víctor Gómez, papá de Macha y Gregorio Rincones Papá de Gollo. 

Sin embargo, la letra efe, juega un papel muy importante en la familia; con efe comienza el nombre de la finca familiar, Faldioska, en las estribaciones del Perijá en la región de Quebrachal - La Nevera y siguen Facundo, Fredy (dos descuidos que pusieron punto final a la fraternidad Rincones Martínez) y ellos todos son de Fonseca, tierra que los vio nacer.

El señor “Gollo” falleció bastante joven en 1980 hace aproximadamente cuarenta años y él tuvo otros nueve hijos más, siete con Francia “Nancha” Amaya de Fonseca, Rafael “Paliza” (el mayor de todos), Alvaro y Ernestina , fallecidos, Luis Gregorio, María Zeneth, Ludís y Wilmer. Además, con Genoveva Molina en Cañaverales tuvo a Norma y a Carmen). 

Macha, se nos fue hace escasos seis años y sus recuerdos todavía están tibios y ahora y en todo momento, en la casa estamos hablando de Macha como si estuviera viva. Era una mujer sagaz y conversadora muy familiar y lo más importante para ella eran sus hijos, a quienes veneraba y respaldaba en todo. Con los otros hijos de Gollo mantenía muy buenas relaciones y la visitaban con frecuencia.

Cuando era señorita fue elegida reina de Las Gaviotas en las Novenas de San Agustín de Hipona, patrono de Fonseca, fiestas que duraba nueve días, desde el 27 de agosto hasta el 4 de septiembre.  Es importante mencionar en este relato, la vena musical y folclórica de esta familia por lado y lado de los papás, Macha y Gollo. Éste era un músico virtuoso ejecutor del bombardino instrumento musical de viento metal y era muy solicitado en todas las fiestas porque hacía parte de la banda del pueblo, hoy en día no se habla del bombardino y se encuentra relegado. 

Macha hermana de Bienvenido Martínez Gómez acordeonero y compositor ancestral de una las más elogiadas piezas del folclor vallenato, Berta Caldera, el famoso paseo, escuchado en el mundo entero, grabado en los diferentes géneros musicales habidos y por haber, al decir de la vieja Macha”. 

También es macha portadora de la vena musical de los Soto - Martínez de Fonseca- Barrancas, dueños de bandas y músicos instrumentales, donde brilla con luz propia el legendario Luis Enrique Martínez, natural del Hatico. Esta es una familia clase media, levantada con el esfuerzo de todos, queridos y muy estimados en Fonseca y “la región colombiana”, expresión coloquial del comandante Fadul.

Después del saludo y cuando se calmaron los ánimos, mi compadre me llamó aparte y me dijo:

-          Oiga compadre, a la orden la camioneta, para lo que la necesite. Yo vine con el fin de invitarlo a Maicao, porque mañana es día de San José patrono del pueblo, hoy hay una gallera y nos invitó “Pato Loco” el amigo de Fadul, así que, nosotros dentro de una media hora nos vamos para Maicao. Usted va a la casa se pone una “pintica” y “jau yané” (expresión guajira, que significa nos vamos). 

Eran aproximadamente las 4:00 de la tarde del día 18 (domingo) de marzo de 1973. Tal cual, así se procedió y en menos de lo que canta un gallo, yo estaba listo en la casa de Macha y por donde pasaba dejaba el aroma del perfume Pino Silvestre, lo último en la moda de esos tiempos en Fonseca y que volvía loquitas a las muchachas del barrio.

Mi compadre estaba listo esperándome, yo aproveché y le hice un comentario.

-          Compadre, yo nunca he jugado gallos y además se necesita una plática, ¿Cómo vamos nosotros a presentarnos allá, sin cinco en los bolsillos?

-          Mi compadre, me tranquilizó. - Mire, me dijo, la gallera es de “Pato Loco”, él es “full llavería” de Fadul, mi hermano y, además, que no me preocupara por nada. Bueno y que más vamos a hablar, aprovechemos que todavía es de día y partimos, que el camino es largo y culebrero. Nos despedimos de todos y “pa´ Maicao”.

La vía principal estaba en pésimas condiciones, una carretera destapada, llena de huecos y grandes piedras que no permitían acelerar el carro. A pesar de estar nuevo y con aire acondicionado teníamos que conducir con mucho cuidado. Yo le recomendé al compadre que nos tiráramos por la vía de “puente rojo, por Barrancón” y salimos allá delante de Los Remedios.

-          Él me preguntó ¿compadre usted conoce la ruta?

-          Le respondí que sí, haciendo la salvedad que sí por cualquier dificultad o extravío, preguntáramos en las fincas vecinas. Así lo hicimos.

No hubo necesidad de preguntarle a nadie, el paisaje era muy hermoso, el verde de La Guajira despuntaba como consecuencia de los primeros aguaceros de la primavera. Y   esas trochas estaban en mejores condiciones que la vía principal, ya que unas empresas extranjeras, que estaban haciendo estudios de exploración en las minas de carbón de El Cerrejón, las mantenían en muy buenas condiciones, para poder ellos transitar, eso facilitó el viaje antes de las 6 de la tarde, llegamos a Maicao.

El sitio de reunión, la Gallera San José de Maicao, la cual quedaba pegada a la Caseta de bailes Internacional, dos lugares emblemáticos en la ciudad, que pertenecían a los hermanos Flavio y Heriberto Berardinelly de Fonseca, quienes, buscando mejores vientos, se habían mudado. 

Y de verdad que los encontraron, recién llegados a Maicao, montaron una rifa de un equipo de sonido, ultima gama, que les acredito un “turco” amigo de ellos, la cual dio origen a la famosa Rifa La Guajira, vigente en la costa Atlántica, por más de veinte (20) años, los Berardinelly, se volvieron ricos y lo disfrutaban. Maicao en eso esos tiempos era conocida como la Vitrina Comercial de Colombia y de allí se surtía todo el comercio de la Costa Atlántica y gran parte de los mercados fuertes del interior del país, donde conseguían especialmente rancho, licores, perfumería, electrodomésticos, telas, cigarrillos y toda clase de mercancías finas y a muy buenos precios porque Maicao operaba como zona franca y las mercancías eran más baratas, comandadas por almacenes y grandes tiendas de comerciantes árabes, erróneamente llamados “turcos”, pero en realidad procedían de Siria, Líbano, Palestina y Jordania y desde esta plaza  surtían a los comerciantes de Venezuela,  Aruba, Curazao, Martinica y casi todas las islas del Caribe y los comerciantes colombianos que de todas partes llegaban y salían de  este hervidero de gentes, donde se conseguía de todo. 

En Maicao la presencia árabe se hacía sentir, dueños del comercio y con una población que llegó a más de los 6000 habitantes y existe tanto arraigo que el actual alcalde es de ascendencia árabe, un prospero comerciante de nombre Mohamad Jaafar Dasuki Hajj, que está administrando pobreza inseguridad y una caída desastrosa del comercio debido a problemas fronterizos y crisis económicas.

Una vez frente al portón de la gallera, nos estaban esperando, Fadul y el famoso “Pato Loco”, quienes al vernos nos abrazaron y nos invitaron a entrar. Eso hicimos a través de una puertecita anexa al portón. ¡Oh, sorpresa! Una gran cantidad de gente y una algarabía estruendosa fue el recibimiento, ya las peleas de gallo habían comenzado. “Pato Loco” nos brindó cervezas Heineken de las grandes.

-          Mi compadre de inmediato me dice al oído - ¡Ojo, con cinco de estas tenemos! Estas tienen más alcohol que las águilas.

Fadul le dio a Falvino un “bojotico” y a mí me entregó otro. Yo sin preguntar lo guardé en el bolsillo del pantalón. Mientras Fadul nos decía:

-          Para que se entretengan en la ruleta o se compren una cerveza. La nominación más alta de billetes en el país, era el de doscientos pesos, el famoso “cafetero” por la efigie. Falvino con mil y yo con seiscientos, estaba bien.

Pero, ¡qué va! ahí no hubo necesidad de comprar nada, la gente alegre y “gastona” nos regalaban las cervezas y tragos de whisky, ¡eso era una locura! La bulla excesiva y el jolgorio estaba prendido, en el fondo encima de una tarima improvisada con tablones y tanques vacíos de aceite de 55 galones, una banda de música “papayera” llamada, San Francisco de la Paz, amenizaba el “fundingue” interpretaban el famoso porro, El Toro Negro.  Mientras tanto nosotros, como pudimos nos subimos a las gradas de la gallería, que no eran más que unos entarimados de madera como de cinco escalones atiborrados de gente con dinero y botellas de cervezas en las manos, gritando como locos: ¡Cien mil al giro! ¡Dos cientos mil al cenizo! ¡Voy a mi gallo! Etc. 

La pareja de gallos que en esos momentos recibía todas las miradas y atenciones de los eufóricos galleros era alentada por todos los presentes, los aleteos y picotazos iban y venían y los gritos de los fanáticos chocaban unos con otros y en la arena un acucioso juez de eventos gallísticos, seguía atentamente la contienda, que no duró más de dos minutos, porque el gallo cenizo mató al giro de un espuelazo que le destrozó el corazón. 

El dueño del gallo ganador salto la valla, levantó su gallo y lanzó un grito: ¡YA VAN DIEZ, NOJODA! ¡DENTRO DE DOS MESES PREPAREN EL ONCE! ESTE ES EL MERO MACHO, EL MEJOR GALLO DE LA REGION. El “Mero Macho”, gallo ganador se sacudió y de su garganta salió un sonoro y ensangrentado canto, como respaldando las expresiones de su mentor y dueño. 

La bulla se fue calmando y los ganadores cobraban y recibían las apuestas de los perdedores que sin problemas aceptaban la derrota, las gradas de la gallería iban quedando solas, hasta la iniciación de la próxima pelea.

 Nosotros, mientras tanto, tomábamos cerveza Heineken, ya iban más de cinco y las orejas calientes; seguían entrando y saliendo personajes de todas las calañas, unos cargaban sus hermosos y aliñados animales, buscando la oportunidad de cazar una pelea con los gallos de las cuerdas convidadas, algunos conocidos, pero la mayoría eran gentes de la región que les gustaba la gallería y durante meses atrás venían ahorrando dineros para apostar y tomar tragos en la fiesta de San José. No se puede decir que, así como llegaron se devolvían, porque el solo hecho de ir a la gallera era una “pea” segura.  

Cuando llegaron ensombrerados “pintosos” y perfumados cual galanes de cine, pisaban con cuidado para no dañar el lustro de los zapatos recién embolados y cuando se presentaban de regreso a sus casas, la gran mayoría, “sin cinco en el bolsillo”, los zapatos los habían cambiado por guaireñas, la camisa, no era la hermosa guayabera de cuatro puestos que le regaló la esposa para los eventos especiales, esa se perdió quien sabe dónde, el limpio apostador llevaba puesta una camiseta china blanca, que compraban en el mercadito guajiro tres por $1000, con un sombrero de pajita y tercia en el pecho una mochila guajira con un litro de Chirrinche y fumando ”Pielroja”, acompañado de dos o tres amigazos zarrapastrosos que lo único que los motivaba era la botella de Chirrinche que el paisano traía en la mochila.

En la gallera la fiesta continuaba; en esos momentos entra un señor, de baja estatura, gafas Ray Band oscuras, con una mochila guajira terciada al hombro, pantalones Lee, camiseta y gorra del equipo Junior de Barranquilla, zapatillas Reebok blancas, escoltado como por cinco “gorilas”, que como una catapila (Caterpillar) le iban abriendo el camino para que este pasara sin problemas. Se trataba de Luis Fernando “el Chato” Oñate, un gallero de grandes quilates, oriundo de Camarones y residenciado en Riohacha, quien tenía una cita gallística con Édison “Encho“Pitre, de origen Fonsequero pero residenciado en Santa Marta. Se estimaban mucho y se trataban de compadres, pero la cita era el enfrentamiento de sus gallos con una apuesta preconcebida de un millón de pesos. 

“El Gavilán Mayor” un “giro” bien “criao”, nombre del gallo de “Chato Oñate” que se enfrentaba al gallo canagüey “Flor de Caña II”. Aquel, lo cargaba un señor de piel morena, delgado pero fornido, debajo de un sombrero sabanero, con un “habano nacional, sello de oro” encendido que dejaba el olor a tabaco impregnado en todas partes; mientras entraba con el gallo izado con la mano derecha, con la otra lo sobaba y levantaba las plumas traseras, de una manera rítmica y elegante. 

A él, lo atravesaba un maletín colgado al cuello, donde cargaba todos los utensilios necesarios para la preparación del gallo antes de la pelea. Se trataba del negro Luís, oriundo de Sincelejo, cuidador y manager de la cuerda de gallos del “Chato” Oñate en el barrio los Olivos de Riohacha. Este señor experto en la materia se las conocía todas.

Dueños de todas las miradas y orgullosos del recibimiento de los presentes que, de una manera u otra, intentaban darle un saludo de mano al “Chato”. Este no se percató que en la primera fila de la valla ya lo estaba esperando su compadre “Encho” Pitre, que calladamente dejó que este se diera cuenta de su presencia para levantarse y darle un fuerte abrazo. 

“Encho” un fornido y atlético personaje piel morena, de casi dos metros de estatura, lucía un sombrero texano gris, una sonrisa burlona, tapizada por una negra y bien arreglada bigotuda, una camiseta Golf amarilla, Jean azules y botas texanas y el “chato, escasos 1,65 m. (la diferencia de estatura era abismal) éste le abrazo la barriga como muestra de cariño y respeto, y el otro le sobo la cabeza.

Pitre también gozaba de sus cordones de seguridad, quienes estaban repartidos y camuflados en todas partes de la gallera. Se saludaron efusivamente y después de un trago de Old Parr, se sentaron en sus respectivos taburetes, uno al frente del otro en primera fila de la valla, para cerrar las apuestas. El gallo “Flor de Caña II” del compadre “Encho” Pitre, estaba reposado y su manager lo mantenía en un guacal especial, esperando el momento de la riña. 

De este par de amigos se decían muchas cosas en la costa Atlántica y todas terminaban en que tenían mucho poder y dineros frutos de presunto tráfico de marihuana. Siempre andaban escoltados y en caravanas de carros nuevos, con monumentales mujeres y armados hasta los dientes. Esa noche no fue la excepción

Era una de las peleas de gallos finos más esperada en la región y con invitaciones especiales a las cuerdas de renombre en la costa Atlántica, había presencia de cuerdas de Córdoba, Sucre, Bolívar, Atlántico, Magdalena, Cesar y una delegación de San Andrés que no trajeron gallos, porque invitados, vinieron especialmente a conocer la manera cómo se realizaban las riñas de gallos en La Guajira.

Primera vez en la vida que veíamos tanta plata junta, cuando el señor “Encho” Pitre, nuestro paisano, a quien saludamos de mano porque él nos reconoció, como Fonsequeros. Nos dijo que más tarde hablábamos y dejó ver las pacas de billetes cafeteros de $200 en el fondo de su mochila. La apuesta grande se les entregó a las autoridades gallísticas quienes cobraban un cinco por ciento del total de la misma. En todo el recinto, entre los asistentes se llevaban a cabo apuestas libres, donde la palabra del gallero se hacía valer. 

Los montos de estas apuestas nunca sobrepasaban el de la principal, pero era muy común ver apuestas de cincuenta, cien y hasta de tres cientos mil pesos. Que en el momento de la terminación de la riña eran pagados automáticamente sin problemas entre los apostadores. La apuesta principal aumentó, porque llegaron los galleros del sur de La Guajira encabezados por Hugo Romero Povea, Saúl Brito, Bartolo, José y Jafet Parodi, “Checha” Urbina y los de Dibulla, comandados por el señor “Chei” Campo que apostaron quinientos mil pesos más por gallo.

Era una de las apuestas históricas en esta gallería de las fiestas de San José de Maicao. Cada uno de los grandes apostadores entregaron las mochilas respectivas a los jueces, que no contaron el dinero, porque suponían la seriedad de cada cuerda y sería bastante demorado ponerse a contar tres millones de pesos en billetes de doscientos. Se acordó amarrar las bocas de las mochilas y se guardaron en la caja fuerte de la gallera, tal cual las entregaron; el ganador recibiría las mochilas.

El juez principal hizo uso de un megáfono y pidió silencio al auditorio y que la banda dejara de tocar, porque iba a comenzar la pelea principal de la noche, ya el reloj marcaba las 2:05 minutos de la madrugada, y se les pidió a todas las personas que estaban dentro de la pista de pelea que salieran, porque se iba a dar inicio a la tan esperada riña. En la arena solo se permitía los cuidadores de los gallos quienes calentaban a sus pupilos de manera particular en sus esquinas y los azuzaban con el fin de calentar los músculos.

Se da inicio la pelea y los dos colosos, uno en frente del otro con rítmicos y milimétricos movimientos de la cabeza, como si los tocaran pequeños impulsos eléctricos, los ojos inquietos y las plumas del pescuezo erizadas, casi que al mismo tiempo se embisten, la algarabía del público es estruendosa, los principales apostadores se levantan de sus taburetes, y gritan ¡Arriba mi gallo! ¡Mátalo! ¡Van $500.000 más! Y un sinnúmero de expresiones gallísticas que riman con el desarrollo de la riña; el bullicio aumentaba en la medida que los gallos se espueleaban y la confrontación crecía, las barras divididas y los galleros entusiasmados tomaban cerveza, whisky y fumaban cigarrillos y el 
¡Arriba mi gallo! C ¡Arriba mi gallo! ¡Mátalo! ¡Van $500.000 más! Se repetía y se repetía y la euforia contagiaba el ambiente. 

Después de casi cinco minutos de pelea, cansados y ensangrentados los gladiadores, sin fuerzas se picoteaban y una que otra vez lanzaban débiles espuelazo que eran vitoreados por los fanáticos de cada gallo, pero el cansancio era notorio y las fuerzas se habían agotado casi por completo.

El juez de la riña permitió que los cuidadores de ambos gallos entraran a la arena y cogieran cada uno su animal, lo mantuvieran unos segundos y los volvieran a soltar para ver como respondían. El gallo “Flor de Caña II” de “Encho Pitre” respondió al  pequeño receso y como una fiera malherida saltó sobre su enemigo y espuelazo, tras espuelazo lo dejó, traspasado los pulmones y una herida mortal en el corazón que le ocasionó la muerte inmediata.

“Encho”, saltó la valla y levantó su gallo y un grito inmenso se escuchó en la gallera…¡yo se lo dije compadre, este gallo es una metralleta! Eufórico y feliz, saltaba y gritaba y lo abrazaban y felicitaban los galleros que de alguna manera se camuflaban como seguidores de  "Flor de Caña II"  que fue rescatado por su cuidador, lavado y “enguacalado”. 

La euforia es contagiosa y hasta el mismo Chato se mostraba tranquilo a pesar de haber perdido, reconoció que el gallo de Pitre se comportó mejor, la fiesta siguió y las peleas continuaron, pero ya habían perdido importancia y los amigos se fueron seleccionando en grupos para seguir conversando. Alrededor de “Encho”, estaba un circulo como de 25 amigos, que tomaban trago y conversaban en voz alta, tanto que yo no entendía nada. Me encontré con mi compadre Falvino y nos alejamos un poco del bullicio.

-          ¿Usted qué se hizo? Me preguntó.

-          Me quedé cerca de “Encho”, y con tanta gente no tenía como salir. Le respondí.

-          Él me miró con una sonrisa picarona y me dice:   -Yo si me gané $5000. Me encontré con “Quique” Solano y apostamos, yo le fui al Canagüey de Pitre y aquí tiene mil que yo le voy a regalar, ¿usted no apostó?

-          No “hombe” compadre, yo no sé de eso. Además, con estos mil ahora me compró un jean y una camiseta en Cacaíto. Eso no estaba en la libreta.

Estando los dos conversando yo siento me tocan la espalda, volteo y es el compadre Encho Pitre que nos brinda un trago, después de saludar a Falvino. Lo felicitamos conversamos de todo un poco, él quiso saber que estábamos haciendo con nuestras vidas, le explicamos someramente. 

Y nos despedimos, en el momento de chocar la mano me dejó una bendición de $10.000 pesos y me dijo: para que se saquen el guayabo. Mitad y mitad, esa platica cayó como del cielo. Eran aproximadamente las 7:00 de la mañana, estábamos serenos, un día lunes festivo en Maicao. Buscamos a Fadul, también había ganado, estaba contento tomando cervezas que nos brindó, le preguntamos por “Pato Loco” nos dijo que se había ido de la gallera como a las tres. Y que no sabía nada de él. 

Nos invitó a desayunar tortuga donde una señora mestiza que “cocina rico” – nos dijo. Allí estuvimos como hasta las once de la mañana. 

Tomando cervezas hasta que el cansancio nos fue tumbando. Fuimos al apartamento de Fadul y reposamos como hasta las tres de la tarde y a esa hora partimos de regreso para Fonseca, no sin antes poner full la camioneta con gasolina venezolana barata $1000 fueron suficientes, muy despacio y tomando cervecitas Polar venezolanas en el camino, hasta que llegamos a la villa de San Agustín, faltando quince minutos para las siete de la noche, con unos pesitos importantes en el bolsillo, gracias a Flor de Caña II.

Hoy continua la misma amistad y cada vez que podemos damos rienda suelta a parrandas y tardes de dominó, con amigos que nos permiten recordar esos lindos pasajes de nuestra juvenil existencia. Tronchadas repentinamente por el azote de la pandemia del Corona Virus, que nos tiene en cuarentena obligada, quizás hasta cuándo…Dios permita que salgamos todos bien librados, unidos en familia quietecitos en casa.


FONSECA, 13 de abril de 2020

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