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miércoles, 5 de octubre de 2022

El credo de Francisco El Hombre

 

El Credo de Francisco el Hombre es una publicación de Ángel Acosta Medina empacada en el formato de cartilla, cuya extensión es de apenas  veintiséis  páginas las cuales son suficientes para que el autor  revele los secretos encriptados en la historia del creador de la música vallenata relacionados con sus frecuentes recorridos por la provincia y, en especial, su legendaria batalla musical contra el diablo. 

El relato tiene como telón de fondo un diálogo del afamado indio Manuel María, un reconocido sabio de la región, quien trata de liberar a un grupo de jóvenes acordeoneros del "mal de la mano tiesa" o "firi-firi" grave trastorno que sufrían los músicos de acordeón. 

El indeseable mal consistía en una dificultad para accionar en una dificultad para accionar los dedos de las manos y cuya causa los viejos atribuían a la perversidad de ciertas personas que, a fin de obtener méritos en el arte musical hacían pactos con el Maligno, para que éste hiciera disminuir las capacidades de sus adversarios. 

Manuel María  avanza en el diálogo con sus amigos y pacientes y de ahí en adelante se desenvuelve la historia de Francisco El Hombre y su enfrentamiento y  con el padre del mal, en el cual resultó victorioso. 

Llama la atención en la página 12 los versos con los cuales Francisco El Hombre dio a conocer a sus oyentes la tragedia del Titanic, tal como se lo comentaron los marinos con quienes frecuentaba en el puerto de Riohacha: 

Le sucedió al barco supremo, bajo el cielo

y vengo a informá a mi gente, el accidente

un navegante omnipotente, quiso creerse, 

lo hundió una punta'e hielo, con su reino


El Titanic lo llamaban, lo alababan, 

que "ni Dios lo hundiría, y reinaría

la ley divina desafían, qué osadía

sobre to'a agua brava, navegaba

¡Ay! se oían lloros y sones de acordeones, 

valses clamando SOS, amparo a Cristo, 

tocaban los marinos, ay Dios bendito...

La publicación cuenta con una gran belleza visual, fue impreso en los talleres litográficos Comercializadora de la Costa en Barranquilla y es producto del  taller de escritura creativa Relata del Ministerio de Cultura

martes, 18 de mayo de 2021

Perfil de Alejandro Rutto: tras las huellas de un escritor sin fronteras

Por:  Joel Peñuela Quintero


Alejandro Rutto Martínez nació un día viernes en Maicao; se presenta a sí mismo como periodista y escritor, actividades estas que amalgama con aquellas relacionadas con su profesión como administrador de empresas. Su herencia literaria se fue cocinando a fuego lento al escuchar los relatos de su padre, un trotamundos italiano que terminó enamorado de la Guajira, y las historias de Isnelda su madre, una Riohachera, que, como cualquiera otra mujer guajira, es una especie de enciclopedia ambulante de relatos e historias costumbristas, propias de la cotidianidad guajira caracterizada por una picaresca natural, la espontaneidad propia de quienes se toman la vida por el lado bueno y amable y la repentización para responder al interlocutor.

Es miembro del taller Relata Guajira, un programa del Ministerio de Cultura del gobierno de Colombia.  Ha publicado crónicas, relatos, cuentos y poesías, así como ensayos académicos. 

A pesar de auto concebirse como un escritor de concepto, también se puede escuchar su voz pausada y clara en escritos bien elaborados donde el fútbol y graciosos acontecimientos de la cotidianidad son traducidos a letras para el deleite de sus lectores;  sus escritos dejan entrever su dedicación al oficio literario y últimamente, motivado por su experiencia en el taller de literatura al que pertenece, ha incursionado en el campo de la crónica, perfilando seres humanos de la cotidianidad de su entorno próximo a quienes presenta de forma ágil y amena y con un dejo de buen fino humor.

—Yo nací en Maicao —dice sin prisas, como si solo repitiera lo que ya ha escuchado en su interior— el 6 de marzo de 1964 en el hogar de Ernesto Ruto e Isnelda Martínez. Cuando se casaron mi mamá tenía tres hijos mayores de un matrimonio anterior por eso yo soy su cuarto hijo, pero el primero de mi papá.


La madre de Alejandro es hija de una afro indígena wayú lo cual constituye un patrimonio cultural de gran significado como ciudadana americana y con identidad propia.  Isnelda, quien vivía en Riohacha, salió un día para Maicao, una ciudad a ochenta kilómetros de Riohacha, la capital de La Guajira el departamento más septentrional de Colombia, ese día, Dios le tenía preparada una sorpresa y de forma casual conoció a un italiano soltero que vivía solo en su casa donde también tenía un alambique y un taller de herrería, la atracción fue mutua y luego de unos meses de encuentros motivados por el acoso del deseo, decidieron casarse, y tal como eran las relaciones de antaño, ese encuentro les duró toda la vida.

—Mi papá Ernesto —dice Alejandro— es de un pueblito en el norte de Italia en la parte continental, ubicado en la región de Piamonte cuya capital es Turín, famosa ciudad industrial por ser la cuna de la Juventus, exactamente de Salamonferrato en la provincia de Alessandria, un pueblo de apenas cuatrocientos habitantes con tradición vinícola.  Mi familia era como un clan en la región.

Alessandro, abuelo de Alejandro fue capitán del ejército italiano bajo la comandancia de Mussolini, Il Duce, personaje protagonista de la Segunda Guerra Mundial.  En 1941, en plena Segunda Guerra Mundial, fue reclutado para ser parte del ejército cuando apenas contaba con diecisiete años, estando en los Balcanes, donde Italia tenía un ejército de invasión en esos países, se sintió defraudado por lo que, desmoralizado por los excesos de Mussolini, renunció al ejército y se adhirió a la guerrilla italiana que pretendía derrocarlo.

La situación de posguerra en Italia no era fácil por causa de la caída de la economía, pero en su caso fue peor porque, por un lado, había sido soldado y por el otro guerrillero, esa duplicidad política le trajo más de un problema.  Consiguió varios trabajos, pero no pudo sentirse a gusto con ninguno por lo cual emigró a Sudamérica y desembarcó en Argentina en 1954.  Luego de un lapso en Uruguay y Brasil, se trasladó a Bolivia donde trabajó con la nunciatura apostólica de ese país; finalmente llegó a Bogotá.  Las cosas tampoco le iban muy bien por eso cuando le propusieron vincularse con una empresa constructora encargada de hacer unas reparaciones en el internado de Nazaret, en La Guajira, no lo pensó mucho y terminó en Maicao cuando la empresa en 1956 fue contratada para hacer remodelaciones en alcaldía.  Al año siguiente la empresa se disolvió, él decidió permanecer en Maicao donde le propusieron fundar el alambique y un taller de herrería, curiosa vuelta que dio su vida: de procesar vino en Europa vino a hacer chirrinchi en La Guajira.

Ernesto, con una orientación natural hacia los negocios, procesaba el licor, reciclaba las latas de veinte litros de aceite comestible, las lavaba, empacaba el licor en ellas y finalmente las sellaba usando el estaño de su taller.  El licor era comprado por los nativos wayús quienes acostumbran celebrar con ello, así que él lo vendía en grandes cantidades y con su cotorrón lo transportaba obteniendo así otras ganancias para su negocio.

—Yo me casé con Carlene Ortega Pérez en 1989 —dice Alejandro mientras levanta un poco su cabeza y sonríe, como buscando entre el legajo de recuerdos y prosigue—: el 26 de agosto de 1989 en la iglesia evangélica de la cual soy miembro —es un buen recuerdo por eso sus ojos brillan—.  Tuvimos cuatro hijos: Yenevi Carlene, profesional en Negocios internacionales, Lian Alexandra, administradora de empresas; Ernesto Josías, estudiante de séptimo semestre de Derecho y el último Alejandro Santi, con veinte años estudiante de Economía. Ernesto Josías es quien le sigue de cerca en el ecosistema literario.

Mi papá es una persona que enseña con el ejemplo —dice Ernesto Josías— y su forma de llegarle a las personas es a través del amor, incluso cuando está regañándome lo hace en forma amorosa; desde niño lo tuve como un punto de referencia, recuerdo que al verlo escribiendo yo me ponía a su lado a jugar al escritor, y mire, hoy soy periodista, y en parte creo que es gracias a aquel juego de cuando era niño inspirado en mi padre.


Cuando se le pregunta sobre su perfil profesional dice que la profesión que puede acreditar con un diploma es Administración de Empresas; también tiene un posgrado en desarrollo social, otro en Orientación Educativa y desarrollo humano y un tercero en docencia universitaria; en la actualidad es candidato en una maestría en Pedagogía de la tecnología de la información y comunicaciones.

—Digo del título que puedo acreditar con un diploma —dice Alejandro—, porque tengo otras profesiones, o más bien oficios, como por ejemplo el de periodista, ejercido de manera empírica desde 1984, y el de maestro, el que más me gusta. Yo soy profesor pura sangre y por ello he permanecido tanto tiempo, aunque no estudié ninguna licenciatura en nada de eso, pero me he mantenido activo en la cátedra universitaria, fundamentalmente como instructor del SENA.

En cuanto a su carrera, Alejandro se ha desempeñado como secretario de educación del distrito de Riohacha, secretario de Hacienda del departamento de la Guajira en dos oportunidades y secretario de hacienda del municipio de Maicao.

Cuenta Alejandro que un día, estando en la emisora La Voz de la Pampa en Maicao, tenía un programa de deportes que se transmitía de 1:30 a 2:30 P.M., en compañía de su amigo, el locutor Luis Octavio Cruz, escucharon unos disparos justo al frente de la emisora; los dos periodistas se asomaron a la ventana del segundo piso donde funcionaba la estación de radio, y cuál no sería la sorpresa, con susto incluido, que fueron testigos de excepción del atraco que se estaba sucediendo a la oficina de un banco que estaba justo al frente de la emisora; los disparos iban y venían y los dos amigos consideraron que lo más pertinente era tirarse al suelo, a lo Rambo, y tomar partida en el atraco, solo que en lugar de fusiles lo hicieron con los pertrechos propios de  un periodista: Con micrófono en mano se turnaron en la transmisión en vivo y en directo del primero y único atraco transmitido en vivo en la ciudad de Maicao hasta el presente.

—Gajes del oficio —dice Rutto, en medio de una sonrisa sin dobleces.

En cuanto a su cadencia literaria, Alejandro se configuró como escritor desde muy chico:

—Escribo prácticamente desde niño, y por obligación —dice Alejandro y aprieta sus labios como si de esta manera los recuerdos fluyeran mejor—: a mí me hizo escritor fue mi profesora de ciencias naturales quien constantemente dejaba tareas de tipo investigativo; recuerdo que cuando me ponía alguna tarea sobre pollos, gallinas, culebras, palomas en la clase de Ciencias Naturales, muchos de nosotros no teníamos libros entonces nos tocaba pedirlos prestados, los otros niños iban  y copiaban la tarea en casa de algunos de los chicos que sí los tenían, mientras ellos copiaban en el libro prestado yo me iba para el gallinero, bien fuera de mi mamá o de alguna vecina y observaba a la gallina y empezaba describir todo cuanto veía, igual si eran palomas u otros animalitos como perro y gatos.

Se queda un momento en silencio y retoma su conversación:

—Pero fue el profesor Choles —aclara Alejandro— que en sus clases relacionadas con literatura nos invitaba a talleres de escritura y nos mandaba a escribir sobre la cotidianidad, en mi caso comencé a escribir solo para ver su gesto de satisfacción cuando yo leía en voz alta en la clase; eso para mí fue importante en esos años de mi infancia y adolescencia.

Ramiro Choles Andrade

Alejandro admite que ha escrito más por sus obligaciones como docente universitario, donde obtuvo buenos resultados debido por establecer un alto nivel de exigencia, esmerándose por hacer buenos ensayos. 

—Tal vez eso ha mantenido oculto al escritor creativo —dice—, es decir como escritor de literatura propiamente dicho. Mis escritos mayormente han sido textos académicos para usar en clases como docente, son módulos elaborados para la universidad donde trabajé.

Al hablar de esto, no puede ocultar su síndrome del escritor mostrando sus narices: “Si se puede considerar escritor a alguien porque escriba textos académicos, debería considerarse como escritores a todos los profesores universitarios que hacen eso todo el tiempo, cuando hacen sus guías propedéuticas y sus producciones intelectuales”.  Alejandro se auto define como un escribidor de textos académicos.

—La palabra escribidor —aclara Alejandro—, no es un error, la digo porque solo transcribo las ideas que ya están escritas en mi borrador mental desde donde las paso al papel en blanco.



Uno de los escritos que pone de relieve esa capacidad creativa para producir literatura —muy a pesar de su confesa humildad—, es uno titulado: Desde el almendro hacia las alturas:

 

“Nuestro viejo almendro con sus cuatro metros de alto y sus ramas extendidas en todas las direcciones era uno de nuestros mejores amigos en aquellos años en que las sonrisas de la infancia adornaban nuestros rostros curtidos por el sol calcinante de la mañana y por la arena recogida en las excursiones permanentes hacia los rincones ruidosos de las más inimaginables travesuras.


Junto a su tallo rugoso y rudo nos contamos los secretos más importantes: el lugar donde escondíamos las almojábanas sustraídas del horno en donde mamá las guardaba celosamente antes de mandárselas a la abuela Meme; el remedo al español precario de nuestros padrinos extranjeros; los defectos imperdonables y la fealdad extrema de las novias de nuestros hermanos mayores. Ahí, a su lado, cobijados por benévolas sombras, planeábamos lo que pediríamos al niño Dios en diciembre y las perversidades que le haríamos al viejo Epifanio, al señor Lito y a don Ovidio en el día de los inocentes.


No obstante, lo que más nos gustaba de ese viejo amigo clorofiláceo, eran sus cuatro metros de altura que nos permitían escalar al segundo lugar más alto del mundo conocido después de la antena recién instalada del televisor en blanco y negro que los viejos sacaron a crédito donde "Chito Guerrero". Montarse a ese almendro alto, viejo y quebradizo era una aventura peligrosa y por peligrosa apetecida por quienes formábamos parte de la pandilla de sus amigos.


Todavía me duelen las costillas al recordar el porrazo salvaje y los gritos lastimeros causados por el aterrizaje forzoso, inesperado y abrupto, el día en que caí de unas de sus elevadas ramas.


»…Los aviones zumbaban por nuestras cabezas y el nuevo juego consistía en probar quién era capaz de recordar la matrícula de las aeronaves o la cara de los pilotos. Casi siempre coincidíamos y nadie perdía. Todos teníamos los ojos saludables de nuestros primeros años y esos aviones pasaban verdaderamente cerca de nosotros.


»…Cuando los aviones pasaban, si estábamos trepados en el árbol, casi podíamos tocar su fuselaje. Cuando íbamos a la sala conocíamos el significado verdadero del verbo temblar que la profesora de lenguaje trataba de explicarnos sin éxito en el colegio. Temblaban los vasos en las mesas; las lámparas de petróleo que colgaba del techo; temblaba el anafe lleno de brazas en donde comenzaba a prepararse el guiso de chivo; temblaba el piso y temblábamos los niños de miedo y los mayores de rabia.


»…Una vez sorprendí al piloto a unos metros de nuestro techo, mirando con ojos entusiasmados. El baño de nuestra casa no tenía techo y los ojos de mi hermana no tenían cataratas. Los del piloto tampoco. El avión quedaba suspendido por unos segundos en el aire mientras él y ella se miraban; y se decían cosas que yo no entendía en la candidez de mis nueve años. Mi hermana prolongaba su sonrisa y el hombre de la nave renunciaba a su parpadeo. Sospecho que su corazón dejaba de latir mientras contemplaba el rostro sencillamente bello de aquella mujer en tierra. ¿Y mi hermana? Ella se marchaba al colegio llena de felicidad y regresaba en la tarde aún llena de gozo, volviéndose a meter al baño, para ensayar de nuevo, la escena del próximo día.




Alejandro oculta su talento detrás de las cortinas de su recato cuando dice: “la verdad yo no me considero un gran cuentista, ni gran poeta, en realidad, más bien soy un cronista, más o menos, aunque el fuerte mío va por el lado de los relatos en aquello relacionado con escritura creativa.  Este cuento sobre el almendro fue uno de los más elogiados por Víctor bravo, mi profesor de literatura y siendo que lo considero como una autoridad, eso cuenta mucho para mí”.

Cuando se le pregunta sobre la respuesta de sus lectores frente a sus escritos, dice que su mayor satisfacción ha venido por el lado de internet pues algunos de sus escritos han sido publicados en otros países y traducidos a otros idiomas; recientemente ha hecho perfiles biográficos sobre la vida de ciertas personas y han tenido un nivel de lectura muy bueno, por ejemplo: un escrito sobre el profesor Idalid Bolaño fue leído por más de cuarenta y cinco mil personas; otro titulado El cotorrón, una historia sobre un camión el cual tuvo su padre y con el que obtenía los ingresos para sacar adelante a su familia, tuvo también como cuarenta y cinco mil lectores.

—He escrito siete libros —dice Alejando, sin permitirse dejar notar algo de soberbia u orgullo por ello—: tres sobre temas académicos y cuatro sobre temas bíblicos: los relacionados con la iglesia son parte de mis apuntes como profesor del instituto bíblico. Uno de ellos me gustó mucho: La bendición del nazareno; otro es: Jesús mi héroe y amigo; hay un tercero sobre oratoria y el cuarto es sobre liderazgo: Si mañana fuera hoy, un libro sobre relaciones humanas, ahora que recuerdo hay otro: Aunque tiemble la tierra, que es un libro donde compilo algunas de las columnas que había escrito en los periódicos.

Alejandro es incapaz de escribir una palabra soez, a pesar de no escribir siempre para un público cristiano.  No escribiría —asegura sin dudas en su tono— un texto, ni una línea, que vaya contra mis principios cristianos o contra mis principios morales. También estoy seguro de no querer nunca escribir un libro que sirva para el mal ejemplo, eso está totalmente descartado y tampoco escribiría un libro de obviedades, la escritura debe ser para hacer crecer al otro.


Alexandra, su segunda hija, dice: “mi papá se ha esmerado por ser una excelente persona y padre… trata siempre de impulsarnos a hacer lo correcto y con un alto estándar de excelencia”.  Mi padre intenta no caer en chismes ni en contravenciones sociales nunca; dice que la imagen de su padre es el croquis donde ella mide a los hombres que se le acercan intentando conquistarla.

Hay una anécdota donde se puede apreciar la estructura psicológica de Alejandro: “Una vez en la universidad calificando un trabajo de una alumna que se había quejado porque otro profesor le había calificado muy bajito, me encargaron a Alejandro darle una segunda calificación, pero para mi sorpresa la señora había plagiado mi propia investigación académica.  Estuve a punto de calificarla más bajito de lo que el profesor anterior había hecho, pero me dio lástima con ella y lo que hice fue renunciar como su segundo evaluador”.

—Quisiera escribir un libro —dice Alejandro—: una compilación de relatos sobre personas cuya vida haya sido edificante, lo tengo bastante adelantado y creo que próximamente lo tendré finalizado y listo para ver la luz.

Dios es mi todo: El principio y fin de todas las cosas, guía y centro de mi vida; cada instante estoy imaginando qué pensará Dios de lo que estoy haciendo y por supuesto me esfuerzo por serle agradable.

Alejandro tiene un blog desde 2007 pero últimamente se ha percatado de que los lectores acceden con mayor facilidad a las páginas de Facebook, allí la gente se encuentra los escritos hasta por casualidad.

—Las estadísticas indican que me leen más Facebook que en mi propio blog —dice—. La internet ha sido algo así como mi despegue como escritor porque con los libros físicos yo nunca pude trascender fuera de Maicao, pero a través de las redes he podido trascender hasta el ámbito internacional.

Cuando se le inquiere sobre sus mejores recuerdos, Alejandro levanta su mentón, entre cierra sus ojos y evoca en sus recuerdos las reminiscencias de la adolescencia y sus tiempos del colegio.

—Yo creo que los recuerdos más felices —dice mientras mueve muy despacio su cabeza de un lado a otro— están asociados con las clases del bachillerato, sobre todo los días finales de los años escolares y especialmente toda esa parafernalia de la ceremonia de grado: ¡Eso fue incomparable!  A pesar que me ha graduado muchas otras veces, no hay comparación con eso.

Otro de los recuerdos que forman parte de su patrimonio emocional es aquel cuando empezó a ser visibilizado como un buen docente y comenzaron a hablar bien de él en Riohacha y Maicao.  Otro momento inolvidable fue cuando hicieron la presentación de su primer libro y por supuesto: el feliz momento del nacimiento de sus hijos, especialmente el primero.

Dentro de los recuerdos que ponen sus sentimientos sobre la epidermis, están aquellos cuando perdió a sus padres, de manera especial destaca aquel día cuando a su padre lo diagnosticaron con cáncer.

—No fue la noticia en sí, sino la forma como lo hicieron —dice en medio de una melancolía que le atraganta el alma, más allá de su garganta—; eso me dolió incluso más que el día cuando mi papá falleció.

Alejandro tiene un indeleble compromiso con la naturaleza: ama las plantas, a los perros, pero además se auto define como alguien muy sensible con el sufrimiento ajeno.  Los amigos lo reconocen como alguien que es dado para el servicio público, quien disfruta atendiendo a la gente y se pone triste cuando le piden favores y no puede hacerlos, bien sea porque están fuera de su alcance o bien porque están por fuera de sus parámetros éticos.

Alessandra, su segunda hija, tiene recuerdos valiosos como cuando escribe cartas para ella y sus otros tres hermanos. “Me encanta la emotividad de mi papá y todo cuanto transmiten con las letras”, dice.  En sus cartas les declara a sus hijos que ellos son su mayor inspiración y fuerza. Dice Alessandra que cuando sus amigas los visitan, destacan la forma cómo Alejandro trata a su esposa, también es un padre involucrado por completo en todo cuanto hace y participa a su familia de todo cuanto sea posible.

Alessandra levanta su mirada y con la voz quebradiza dice: “hay un recuerdo vívido que llega a mi mente con mucha frecuencia y fue aquel día cuando fue a entregar su hoja de vida en el Servicio Nacional de Aprendizaje, la institución educativa pública más importante de Colombia, mi hermana y yo lo acompañábamos, apenas éramos unas bebés todavía, mi padre se arrodilló y mientras nos abrazaba le pidió al Señor que le diera la oportunidad de trabajar en ese lugar, le dijo al Señor que lo hiciera por nosotros, sus hijas”.  Alejandro laboró como instructor de dicha institución durante dieciocho años.

miércoles, 13 de mayo de 2020

Triscaidecafobia

!Qué suerte tienes, dijo la muerte!

 “La muerte es algo que no debemos temer porque, mientras somos, la muerte no es, y cuando la muerte es, nosotros no somos.” (Antonio Machado)



Escrito por: Joel Peñuela Quintero

Era martes, muy temprano todavía y ese día la muerte estaba desocupada. Hacía casi cinco años que, trabajada de corrido, literalmente no había tenido ni un solo segundo de descanso, pero ese día era distinto. Desde el mediodía y hasta dos minutos pasados de la media noche del miércoles, la muerte no tenía nada por hacer.

—No hay nada más insoportable —masculló la muerte— que vagar dando vueltas, sin hacer nada.

Pero qué podía hacer, ella era solo una soldada siguiendo órdenes siempre.

Pensando en esto se fue para la calle Primera de Riohacha, a ver pasar la gente. Miró la cara de José Valencia, un comerciante de unos cuarenta años que pasaba empujando una carreta llena de cocos y una cava con hielo.

—Tres meses, cinco días, veinte horas, cuatro minutos, tres segundos.

La muerte inclinó su cabeza hacia el lado derecho, señalaba con los dedos índice y del medio de la mano izquierda con los otros dedos recogidos, cerró el ojo derecho, como apuntando con una pistola imaginaria…

—Pummmmssshh! —dijo, como si le hubiera disparado.

El de los cocos pasó por el lado de la muerte, quien sacó su larga lengua negra, sucia, putrefacta y fría, se la mostró al vendedor que no pensaba en la muerte desde que se había casado. Tres largos años antes.

—Ya lo sabes —continuó diciendo—, te estoy viendo.

José sintió que un suspiro inadvertido, involuntario, le salió de lo profundo, tan fuerte que casi lo atraganta. El vendedor de cocos continuó su camino sin pensar en la muerte todavía.

El tiempo seguía raudo su estricto recorrido de ese martes trece. La muerte continuaba haciéndole frente a su aburrimiento mirando la cara de la gente y sacando la cuenta del tiempo que faltaba para su fatal encuentro con ella. Un niño de ocho años, que iba acompañando a su abuela al rezo de las cinco, dirigió su mirada hacia donde estaba la muerte y esta le apunto con los dos dedos, cerró el mismo ojo de siempre.

–¡Pummmmssshh! —sonó de nuevo la muerte, en total oscuridad—. Un año, tres meses, dos días, tres horas, cinco minutos, tres segundos.

Lo dijo sin hacer pausa. La muerte se quedó mirando al chico, mientras meneaba la cabeza de un lado a otro, se notaba a leguas que estaba insatisfecha.

—Mejor no —dijo de nuevo—, mejor te llevo en treinta y nueve millones, cuatrocientos noventa y cinco mil seiscientos segundos.

Siguió meneando la cabeza y se fue acercando al chico. Lo olfateó como un sabueso que ha sentido las hormonas de una perra en celo.

—¿Qué dices, eh, he, eh?

El niño, demasiado joven como para pensar en otra cosa que no fuera deshacerse pronto de la vieja, para volver a su juego, cruzó la calle y se dirigió a la catedral.

La muerte, miró a dos o tres más que pasaban por ahí.

Si quería quitarse el aburrimiento, no había escogido el mejor sitio de Riohacha.

Cruzó la calle como siempre lo hacía cuando se iba de un lugar a otro, volaba como a dos metros sobre el suelo. Lo hacía lento, esta vez no tenía prisa. Cuando tenía prisa no volaba, solo se desaparecía y aparecía donde se requiriera su presencia y en muchos sitios a la vez.

Se tomó algunos minutos en llegar al barrio la Cosecha, a cinco kilómetros de allí. Mientras avanzaba, rosaba la oreja de algún mototaxista, quien movía la cabeza hacia un lado al sentir un raro frío que le rozaba el cuerpo, otras veces, soplaba en la oreja de algún descuidado conductor que se encontrara en el camino.

Llegó a la calle treinta y cinco, se detuvo a ver el juego inocente de unos niños. La calle estaba sola. Era martes trece de agosto. Dentro de poco estaría anocheciendo.

La muerte pensó que las cosas estaban muy extrañas en Riohacha, parecía ser que cuando ella no trabajaba todo se ponía aburrido. La gente también parecía estar igual que ella, sin saber qué hacer, ni siquiera había un alma en esta calle del barrio donde la muerte estaba esperando que algo pasara.

Octavio Luis había salido temprano del colegio. Al contrario de lo que sucedía con la muerte, cuando él tenía algún tiempo libre, le sobraban cosas por hacer. Ese día, una vez llegó a su casa, se fue para donde Mario, y le pidió la moto prestada. Este era su mejor amigo de la cuadra donde él vivía, la misma donde estaba la muerte sin hacer nada ese día.

Mario acababa de arreglar su moto y la había lavado, pero la excusa no le importó a Octavio Luis, él siempre encontraba la manera de salirse con la suya. Le dijo a Mario que se la devolvía enseguida, que iría donde Maye para salir con ella más tarde.

La muerte miraba hacia todos lados, no había nada qué hacer, eso no lo podía soportar más. Miró de nuevo su agenda, comprobó que el itinerario comenzaba dentro de siete horas más tarde, solo en la madrugada se reiniciaría su labor. Alguien tenía la ineludible cita y por supuesto, en esos momentos no estaría pensando en ella, como siempre sucede.

—Un momento —dijo la muerte con una gélida sonrisa entre sus dientes–, ¿cómo es posible que me haya olvidado?, ¡hoy es martes trece de agosto! ¡vaya! ¡qué suerte tiene la muerte!

Se dio a sí misma algunos besitos de felicitación, estiró la cara hacia un lado, dejando ver su huesudo rostro al descubierto, estaba pálida, tanto como siempre es ella, su mirada negra, perturbadora, inquebrantable. Ese día estaba vestida de una manta guajira color rosa. Como todo el mundo sabe, ella no tiene pies, solo sus dos muñones en forma de una te al revés, en ellos llevaba puestas unas zapatillas sueltas, que hacían juego con su manta sucia, que olía a alcanfor.

Pensando en su suerte buena, ideó de inmediato un plan macabro, decidió dar una vuelta por el barrio El Dividivi, a solo dos kilómetros de allí. Hacía unos días que había visto a Gerardo Andrés, un muchachito coqueto, que le había caído mal a la primera mirada. Decidió que le haría una visita inadvertida, aunque nada podría hacer contra él, porque no estaba en su agenda.

Como siempre hacía cuando se disponía a cruzar la calle, comenzó con un vuelo a ras de tierra, para luego poco a poco comenzar a elevarse. Tanto disfrutaba esto, que hacía que se sintiera viva. A menudo acostumbraba ir volando horizontalmente esquivando a los transeúntes, carros, motos y todo lo que estuviera en el camino. Algunas veces iba por toda la acera tocándole el pelo a alguna mujer, otras rosándole la oreja o la nariz a otro por allá. Le gustaba ver la piel humana erizarse al rose siquiera de su tacto.

Ese día, poco después del mediodía, antes de llegar a La Primera, había estado jugando a leer los labios de la gente. Para hacer más interesante el pasatiempo, se había colocado unos tapones de goma en las orejas. La muerte se había olvidado de quitárselos, fue por esto que no alcanzó a escuchar la moto de Octavio Luis cuando venía a toda velocidad en una sola llanta. En picada, como dicen estos intrépidos busca problemas.

Todo ocurrió con una sincronización asombrosa: cuando la muerte emprendía su rasante vuelo, antes de ponerse horizontalmente como le gustaba viajar, Octavio Luis picaba la moto, y engarzaba a la muerte por el lado izquierdo, justo donde ella tiene el ojo tuerto.

La muerte no sintió nada más que un zumbido y un cosquilleo que le hizo soltar una nueva carcajada. Había quedado apropiadamente acomodada frente a las narices del motociclista.

Octavio Luis vio la muerte de frente y experimentó esa maraña de recuerdos que le caen encima a la gente cuando se encuentra con ella. Vio toda su nefasta vida que le pasó frente a sus ojos, como en una película veloz, pero en reversa.

—No me lleves, por favor —dijo el infeliz—, soy muy niño todavía.

—¿No me lleves? —preguntó la muerte, tratando de detener su chillona risa infernal—. Yo no te estoy llevando, estúpido, eres tú el que me lleva por delante.

Le puso sus frías manos a lado y lado de la cara, abrió la boca dejando escapar una bocanada de su fétido aliento.

—¡Qué suerte tienes! —dijo la muerte.

Quedó mirándolo un momento. El pobre infeliz tenía los ojos desorbitados y el ritmo cardiaco a punto de explotarle. La muerte no podía creer que ese estúpido, como le había llamado un momento antes, fuera tan cobarde. ¡Solo a un estúpido como él, se le ocurría tratar de convencerla, argumentando que era muy joven!

—Las cosas que me toca ver —dijo la muerte, muerta de la risa.

—Mira la hora —ordenó la muerte—, estúpido cobarde.

Octavio Luis miró su reloj negro, digital, arcaico. En la pantalla rallada por el maltrato se mostraba la hora: seis de la tarde, siete minutos, nueve segundos. Octavio Luis no comprendió absolutamente nada. Sentía que el tiempo transcurría con tanta lentitud que parecía gatear en lugar de caminar. En este trance de su corta e inútil vida, Octavio Luis pudo comprobar, que el tiempo solo es un artificio ilusorio que encadena a los humanos.

Mientras que la muerte no se equivoca, no se extravía y es extremadamente precisa, también es terriblemente caprichosa. Ella, en momentos como este, cuando no se encontraba aburrida, no tenía que mirar el reloj para saber que todavía tenía tres larguísimos segundos a su favor, pues cuando fueran las seis y siete minutos, más trece segundos de ese martes trece de agosto, del año dos mil trece, tendría el único segundo en toda una centuria, donde ella tiene permiso para hacer lo que le dé la gana.

—¡Qué suerte tienes! Octavio Luis —dijo la muerte. Y volvió a reírse a carcajadas.

—¿Suerte? —alcanzó a preguntar Octavio Luis, antes de cerrar los ojos.

—Sí —contestó la muerte—, ¡Qué suerte tienes! …que tu nombre tenga solo once letras… “o más bien, suerte la nuestra” —Alcanzó a musitar al disiparse.


Joel Peñuela es un narrador, docente y predicador residenciado en Riohacha. Pertenece al taller Relata, del Ministerio de Cultura, el cual es liderado por el escritor Víctor Bravo Mendoza

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