Escrito por: Miguel Calderón Guerra
¿Te gustaría leer la tercera parte de La apuesta de Manaure?
Acto seguido Yadelis se
inclinó delante de Luis Augusto y tuvo la fina cortesía de rodear su tobillo
con un extremo de la cadena. Después unió dos eslabones con un candado. Luis
Augusto cerró los ojos y los volvió a abrir cuando se escuchó el “clic” del
candado que se cerraba. Isabel, por su parte, se inclinó delante de un poste
que rodeó con el otro extremo de la cadena y luego unió sus eslabones con otro
candado. Luis Augusto volvió a cerrar sus ojos al escuchar de nuevo el
categórico “clic”.
Las palabras de Isabel lo
volvieron a la realidad:
-Bueno señor, en las próximas
tres horas usted no tiene nada de qué preocuparse, esté tranquilo que nosotras
respondemos. Relájese un poco. La cadena es larga y le alcanza para acostarse
en el chinchorro, si quiere me da su reloj, para que no se preocupe del tiempo
y me da su teléfono para que nadie me lo esté molestando con llamadas.
-Como si no fuera dueño de su
voluntad se retiró el reloj del pulso y lo entregó a Isabel e hizo lo mismo con
su teléfono.
-Y algo más, le dijo Isabel,
me hace el favor de entregarme las llaves del carro, porque mientras tú estás
pagando tu penitencia yo voy a hacer
unas compras en el mercado.
-¿Me dejas encadenado y sólo?
-Yo vengo rápido, dijo Isabel.
Además, Yadelis va a estar aquí, ella se queda con las llaves de los candados
Entregó las llaves a su hija,
quien hizo un gesto como dando a entender: ¿En dónde las guardo?
Se la guardó en los senos y
fue a acompañar a su mamá hasta la puerta. Dos minutos después Luis Augusto
sintió cómo el motor de su auto se alejaba del lugar.
Era un poco incómodo tener el
pie izquierdo con la movilidad limitada, pero aun así pudo acostarse en el
chichorro y dormir plácidamente como no lo había hecho en los últimos días a
causa de las preocupaciones propias de su trabajo.
Un rato después despertó y
sintió que estaba solo en ese lugar. Respiró profundo y comprendió que llevaba
meses sin hacer una pausa. Entendió que vivir mejor no s estar en un océano de
abundancia y en un mar de lujos sino acudir puntual a cumplir con los llamados
de la vida. Definitivamente el mejor de
los días es ese en el que decidiste que tu felicidad incluye hacer felices a
otros.
Sonrió al comprender la ironía
de la vida: había hecho felices a las dos singulares mujeres de esa familia a
costa de su propia libertad, pero había ganado en descanso y en despojarse de
las preocupaciones que lo asediaban.
Se dijo que sería aún más
feliz si pudiera alcanzar uno de esos mangos que le coqueteaban desde el árbol,
sobre todo ahora que las cuidadoras se habían ido. Hizo el cálculo de lo que
tardaría en levantarse, apoderarse de uno o dos mangos sin que lo descubrieran
y pensó que podía lograrlo. Cuando se levantó pudo constatar con frustración
que el largo de la cadena no le permitía llegar hasta el mango más cercano.
Volvió a acostarse, pero se
preguntó si en verdad lo habían dejado completamente sólo.
¿Dónde estarían en ese momento
los habitantes de la casa? ¿Por qué tanto silencio?
¿Te gustaría leer la quinta parte de La Apuesta de Manaure?
Continuará
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