Autor: Alejandro Rutto Martínez
Dios me dio la oportunidad de conocer a Vicente De la Hoz cuando compartíamos los últimos años de nuestra infancia en las aulas, los pasillos y la biblioteca del Colegio San José en donde estudiábamos el bachillerato en cursos diferentes pero físicamente cercanos.
Dios me dio la oportunidad de conocer a Vicente De la Hoz cuando compartíamos los últimos años de nuestra infancia en las aulas, los pasillos y la biblioteca del Colegio San José en donde estudiábamos el bachillerato en cursos diferentes pero físicamente cercanos.
Éramos
hijos de dos familias unidas por la
educación.
Los
hermanos de Vicente estudiaban con
los hermanos míos y no pasaba un día sin que los unos estuvieran en la
casa del otro de manera que no pasó mucho tiempo antes de que naciera una
buena amistad que con el paso de los años terminó convertida en
hermandad.
El colegió nos unió y eso fue para
siempre.
Por
aquella época nada era tan querido para nosotros como el viejo edificio de nuestro colegio en el que sufríamos mil
incomodidades como el calor, la falta de espacios deportivos, la ausencia
de laboratorios y el hacinamiento en los salones.
Pero
ahí éramos felices porque nuestros padres nos habían dicho una y otra vez
que la educación era la mejor y
única herencia que podían dejarnos y teníamos que esforzarnos para ser los
mejores estudiantes y luego para alcanzar grandes cosas en la vida.
Vicente
se tomó a pecho la recomendación de los mayores y llegó a la institución a lo
que fue: estudiar intensamente.
Registro
en los pliegues de mi memoria y lo
encuentro siempre con su rostro sereno, su gesto reflexivo y su
comportamiento serio.
Era
muy diferente a la mayoría de la masa de adolescentes y jóvenes que
componían la comunidad estudiantil de la época.
En
su condición de estudiante mostró una
particular inclinación por las ciencias naturales, la química,
matemáticas y biología.
Sus
tiempos libres los dedicaba a las actividades como socorrista en la Cruz Roja. Todo indicaba que él iba por
el camino correcto y que llegaría muy alto en la vida de estudio y de
servicio que él mismo se había impuesto.
No
tardó en recoger los resultados de todas las horas de juego sacrificadas y de
las fiestas a las que no fue: siempre obtuvo notas sobresalientes y cuando
terminó los estudios, en 1983,
se constituyó en el mejor bachiller
de La Guajira, lo que le permitió recibir la medalla Andrés Bello y participar
en un significativo homenaje que le tributó el Gobierno Nacional a través del
Ministerio de Educación.
Ingresó
de inmediato a la facultad de medicina
en la que se convirtió en uno de los mejores estudiantes, lo que le
permitió obtener una beca y ser designado como monitor, lo cual se convirtió
en un nuevo elemento de motivación y en un ahorro para los menguados recursos
de sus padres.
Al graduarse de médico
inició una brillante carrera en la que obtuvo el reconocimiento de los hospitales
y clínicas en las que trabajó pero sobre todo el de sus pacientes quienes
aprendieron a respetarlo, a quererlo y a confiar en él.
Yo
le tenía muchísima confianza, tanto que un día lo llamé a las 4 de la mañana para que me ayudara en uno de
los días más tristes de mi vida: mis hermanos me comisionaron para que le informara
a mamá la noticia de que mi padre había
pasado a la presencia del Señor.
Temeroso
de que la delicada salud de ella se quebrantara aún más decidí llamarlo para que estuviera
presente en caso de una emergencia.
En
esa ocasión y en muchas otras pude sentir su afecto como amigo y por eso
hoy, cuando Dios ha decidido llevarlo al
Paraíso, siento el peso de su ausencia, pero también el consuelo de
saber que pasó por los caminos de la vida defendiendo la vida de todo el que
acudiera a su consultorio. Vicente De la
Hoz fue un buen médico, pero ante todo un ser humano con un talento
especial. Talento que siempre estuvo al servicio del prójimo.
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