Escrito por: Alejandro Rutto Martínez
La honradez va ligada al respeto. Una persona honrada se respeta en primer término a sí misma, a su familia, a su conciencia y a los valores que le hayan inculcado desde temprana edad. Esa educación, doméstica y hogareña, es irremplazable.
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Indudablemente está relacionada también con el respeto a las normas que rigen en la sociedad y a las autoridades que hacen cumplir esas normas. Una persona escrupulosa tendrá cuidado de no incurrir en contravenciones o faltas con las cuales viole alguna norma y se someta, por lo tanto, a las consecuencias derivadas de dicha transgresión.
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Sin embargo, el temor a la ley parece no ser suficiente. Algunos no solo no la temen sino que la burlan y se convierten en verdaderos expertos en desobedecerla. “Hecha la ley hecha la trampa”, dicen algunos. O, “hay que buscarle la comba al palo”, manifiestan otros. La honradez verdadera no consiste únicamente en el respeto aparente a la norma sino en el acatamiento integral a la misma, en el entendido de que en algún momento tendremos que darle cuentas a la persona que nos mira desde el otro lado del espejo o a los niños que claman por recibir buenos ejemplos.
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Esas son veedurías morales de gran peso para quienes tienen un fuerte sustento moral en su formación inicial. Pero también están, muy alertas por cierto, los órganos de control, legítimamente constituidos, la fuerza cada vez más poderosa de la opinión pública y el control social ejercido por los medios de comunicación, así como otras formas de expresión ciudadana, cada una desde su propia tribuna.
Sin embargo, ninguna veeduría, ningún órgano de control, ningún ejercicio de la opinión pública se asemeja a la veeduría suprema e integral de Dios, ante la cual todos debemos comparecer cada día de nuestras vidas.
Dios practica un particular ejercicio de vigilancia cuya eficiencia está sustentada en la omnisciencia de Él como ser supremo; en su presencia en todo lugar y momento y en el poder ilimitado que tiene para perdonar y castigar. La veeduría de Dios le permitió conocer el pecado del hombre en la antigüedad e imponer castigos severos como el diluvio universal o la destrucción de las ciudades de Sodoma y Gomorra, pero su infinita misericordia y amor a los seres humanos lo conllevó a ofrendar la vida de su Hijo como precio para alcanzar el perdón de la humanidad.
Te invitamos a conocer más sobre: El profesor Justo Pérez Van Leenden
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La veeduría de Dios está aquí y allá. Se produjo ayer y está presente hoy. Continuará por siempre y no terminará mañana ni nunca. No le podemos ocultar las pruebas, ni lo podremos engañar con falsos testimonios o con argumentos falaces. El Juez de lo absoluto no necesita orden judicial para escuchar nuestras conversaciones. Tampoco tiene barreras para introducirse en nuestros pensamientos y viajar a las profundidades de nuestro corazón. A donde vayamos nosotros irá Él, en el tiempo que vivamos estará Él y todo lo que hagamos o dejemos de hacer entrará inmediatamente en la esfera de su conocimiento.
El temor a Dios es suficiente. Y más grande que el temor a la ley de los hombres. Dios es justo, es bueno, es maravilloso y perdona nuestras faltas. No hay nada oculto que no vaya a ser descubierto por Él. No hay plan perfecto para engañarlo ni hay manera de eludir su perfecta justicia.
El bálsamo que más alivia nuestras conciencias es la convicción de que no tenemos nada que ocultar a Dios ni a los hombres. Es una tranquilidad que no tiene precio.
Si el temor a Dios estuviere presente en nuestras vidas seremos honestos y honrados. Y podremos mirar a la cara a nuestros semejantes sin tener de qué avergonzarnos. Y podremos mirar sin remordimientos a la persona que nos ve desde el otro lado del espejo. Y podremos sonreírles con sinceridad a los niños y jóvenes que esperan de nosotros el buen ejemplo.
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