Nilson Pérez
Ese día aguilucho me
exigió la comida más temprano y mientras iba camino a la bahía donde se ensenan
los peces que no madrugan, eché un vistazo superficial por el bosque, estaba
hermoso como de costumbre, lleno de silbidos matutinos de las aves que trinan
desde el amanecer; apenas vi el movimiento de algunos animales grandes, la gacela
amamantando su pequeño cervatillo, la liebre regresando a su madriguera, y una
que otra ardilla inmovilizada con mi visaje sobre los cerezos paridos; lo único anormal esa mañana fue el
escandaloso haeader de dos chorros de un automóvil clásico, que se movía casi
en zigzag por el desolado pavimento que bordeaba los limites del bosque y del
océano; al parecer sólo eran seis chicos gomelos en parejas que regresaban
ebrios de una cabaña de campo bebiendo cervezas de botellas.
La pesca fue mucho más
demorada que de costumbre, puesto que esta vez me tocó adentrarme más al
interior del océano; pues era que otra
vez los barcos pesqueros el día anterior me habían ahuyentado las truchas que
se agrupaban en cardúmenes.
No fue difícil para mi
pescarlas, pero si bastante demorado, ya que me tocó esperar muy arriba hasta
que nadaran menos profundas; pero cuando esto sucedió, me lancé en picada ¡si
me hubieran visto! era tanta la velocidad, que escasamente me veía; entré y
salí del agua cargando en mis garras una trucha que supongo nos iba a demorar
tres días.
Pero tanta alegría no
pudo permanecer demasiado, sólo me bastó ver a las liebres corriendo abajo en
cualquier dirección, para saber que algo andaba mal, estaban tan aturdidas al
igual que los monos y los micos, quienes aullaron hasta morir.
El dolor más
grande pensé sentirlo cuando vi la tortuga corriendo en su lentitud, con su
caparazón encendido, ¡pero no! el dolor de madre es mucho más profundo, yo lo
sentí primero cuando me di cuenta que muchas palomas murieron en sus nidos
protegiendo a sus polluelos, y más cuando vi aquella gacela saltar sobre las
llamas tratando de encontrar a su cervatillo que se había enredado en un junco.
Fue lo último que alcancé a ver, puesto que las llamas se habían elevado tanto
erigiendo una columna de humo impenetrable.
Volé muy rápidamente
acordándome de aguilucho, conmovida por toda aquella tragedia ecológica; pero
fue en vano todo esfuerzo.
Las brisas marinas le dieron tanta velocidad a las
llamas que devoraban hectáreas en cuestión de segundos, y del árbol aquel donde
me habían nacido tres generaciones sólo quedaron sus raíces sepultadas en el
recuerdo ¡a mi pobre polluelo jamás lo encontré! volé dos días con la trucha
podrida en mis garras, abrigando la esperanza de encontrar a mi polluelo, ¡pero
no!, todo cuanto había abajo era negro, el suelo quemado parecía las
profundidades del abismo apocalíptico, y hasta el asfalto del pavimento recibió
otra pasada. Lo único blanco que logré distinguir del antiguo bosque, fue el
reflejo que se producía con el sol en el cristal de las botellas de cervezas
que arrojaron días antes los gomelos del auto clásico.
¡Jamás encontré a mi
aguilucho hambriento¡. Y si que perdí definitivamente toda esperanza, ese otro
día en que rendida de cansancio y muerta de tristeza desperté sorprendida en la
cesta de ese bombero. Aquel idiota que tuvo la “brillante idea” de venderme a
estos desalmados coleccionistas de aves, que no hacen otra cosa que darme de
comer sus asquerosos ratones blancos.
Aunque aquí por lo
menos he tenido tiempo de pensar, y he concluido que si Dios les hubiera dado
alas grandes a todos los animales, aquellos que perecieron no se hubiesen quemado
de es manera, ¡aunque viéndolo bien! Encerrados tampoco les hubiese servido de
mucho ¡porque estuvieran en la misma
condición de la famosa águila pescadora!
Nilson
Pérez
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