Biografías

miércoles, 20 de abril de 2016

Historias del aeropuerto (Parte 2)


            Nelson Mandela: "No hay nada como volver a un lugar que no ha cambiado para darte cuenta de cuánto has cambiado tú". 

Escrito por: Alejandro Rutto Martínez

Las noticias de la radio venezolana anunciaban un temporal que se desplazaba por el Caribe y las autoridades recomendaban a los pescadores regresar temprano a sus casas. Las aerolíneas notificaron  la suspensión de los vuelos de la tarde y por eso el flamante DC 3 de la mañana permanecería un rato más de lo acostumbrado en la plataforma, con la finalidad de que los viajeros fueran al Centro, hicieran algunas compras y regresaran con prontitud para el viaje de regreso antes de se sintiera la fuerza del mal tiempo.

Por eso no era una mañana como las otras en que todo se hacía en calma: los pasajeros bajaban con tranquilidad por las escaleras metálicas, miraban hacia la multitud para identificar a los familiares o a los amigos que los esperaban  y se desplazaban hacia la parte externa en donde abordaban una camioneta Ford 100 de cualquier color que los llevaría hacia algún lugar de la bulliciosa zona comercial

Recuerdo que los pilotos  ese día no se fueron de paseo como lo hacán otras veces. Se quedaron en la peluquería en donde uno de ellos pidió que le recortaran los escasos cabellos de lo que dos décadas atrás debió ser una frondosa melena. El otro se limitó a  leer el ejemplar del día de uno de los diarios de la capital.

Los pasajeros desaparecieron con prisa. El último de ellos era un hombre alto, como de 50 años de edad, flaco, de camisa blanca, pantalón blanco y vestido marrón. Vestía exactamente como el excéntrico vendedor de lotería de la calle 15. Su único equipaje consistía en un maletín ejecutivo negro, un poco más grande que el usado por los cambiadores de moneda extranjera en la plaza Simón Bolívar.

Cuando estuvo en la calle no había ya un solo taxi cerca y lo vi correr para alcanzar la última camioneta, pues su decepcionado conductor ya había iniciado el camino de regreso hacia el centro, para encontrar clientes que justificaran su trabajo de la jornada.

Regresé a casa pero me prometí regresar en un par de horas para observar el despegue del avión en un día de lluvia y de mal tiempo anunciado. Con un poco de suerte, pensaba yo, podría saludar a los pilotos y decirles que cuando fuera grande quería ser como ellos.  Por ese entonces en la aurora de mi vida  me veía a mí mismo cruzando la infinita curvatura del cielo a bordo de una nave desde la cual pudiera ver como enanos la figura de los muchachos grandes que me robaban la merienda en el caluroso salón de tercer grado en donde tenía mi primer encuentro con la cartografía de mis realidades.

Camino a casa pude ver la azorada desolación de un pastor de cabras al descubrir que en el camino desde el corral hasta el bosque había extraviado dos de sus animales y escuché la ardiente melodía proveniente de la rokola del bar Casa Blanca, en donde un puñado de borrachos lloraba la partida inesperadas de la mesalina de labios pudorosos quien los había enamorado con su voz meliflua y sus caderas anchas.  Se había ido por el camino verde hacia el extranjero en una más de las aventuras vividas con sus blancos pies serenos y su indómita fantasía de vendedora de caricias vibrantes  y placeres pasajeros.

En casa estaban de fiesta por la visita de mi primo Enisberto y su esposa Ligia. Mi mamá había preparado para ellos (y también para nosotros) un espléndido desayuno con abundante chivo guisado, arepa asada y leche cojosa. Saludé al primo con alegría y le expresé con sinceridad mi deseo de que su visita fuera por varios días.  Me prometió que estaría en nuestra casa una temporada larga, para compartir plenamente con su tía preferida y para jugar con nosotros al  fútbol (en realidad no era fútbol lo que jugábamos sino bola ‘e trapo”) y a dominó, dos de nuestros juegos de familia predilectos.

Apuré la comida y por último guardé la leche en el enfriador pues se me había hecho tarde para cumplir con mis planes de esa mañana. Tomé mi bicicleta y regresé al aeropuerto en donde ya había bastante movimiento de taxis y pasajeros. Por los altavoces del aeropuerto se anunciaba la próxima partida del avión, lo que aligeró el movimiento de taxistas, pasajeros, maleteros y empleados de los mostradores. Busqué por todas partes a los pilotos pero éstos habían desaparecido y seguramente estarían n en la envidiable  cabina de mando

El cielo gris hacía presagiar una abundante lluvia, lo que en realidad era, a mi modo de ver una buena  noticia, pues de ésta manera tendríamos un clima adecuado para jugar al aire libre; agua para llenar nuestra menguada alberca  y…unas vacaciones inesperadas pero merecidas.

Los viajeros corrían presurosos hacia la escalera pues un leve rocío marcaba lo que podría ser el inicio de un fuerte aguacero. La señora del vestido rojo recién lavado se protegía con una sombrilla roja de flores blancas; el hombre de la camisa celeste avanzaba con una bolsa en cuyo interior almacenaba cinco manzanas compradas al señor Aníbal Polo. El de la gorra de los Yankees de Nueva York, medía como dos metros y sus pasos hacían retumbar el piso…

Finalmente la puerta se cerró y los dos motores del avión se encendieron en medio de un ruido que posiblemente se escucharía en el fin del mundo y   una llamarada que brotaba de la parte inferior de inferior de las alas.

Cuando el avión había recorrido con pasmosa lentitud, el sol estaba casi oculto y solo se veía como el sutil parpadeo de una estrella invernal. Sus rayos poderosos de otros días ahora solo eran comparables al débil brillo de las velas agonizantes que había visto en los ranchos humildes de los vendedores ambulantes.

Todo parecía normal, excepto la  lluvia y la brisa fresca. Todo parecía normal pero algo estaba por ocurrir y yo no podía dar crédito a lo que mis ojos estaban viendo…
Continuará...