Heinrich Heine: Si quieres viajar hacia las estrellas, no busques compañía.
Escrito por: Alejandro Rutto Martínez
Recomendación:
este fragmento pertenece a un relato titulado LOS SECRETOS DEL ALMENDRO
que se ha publicado en tres entregas. Para comprenderlo mejor te
invitamos a leer las dos partes anteriores en esta misma página.
El avión se detenía
en la pista. Sí, se detenía después de haber arrancado. Una camioneta con
los emblemas del Hospital se acercó y bajaron a una mujer que
tenía "la barriga hinchada”, al decir de un voceador de prensa.
-La barriga
hinchada no, lo corrigió alguien. Está embarazada y está en trabajo de parto.
De seguro la llevan al hospital para que la atiendan.
Todos se
concentraron en la mujer y en los que la auxiliaban pero solo yo vi que alguien
trató de bajar del avión pero lo jalaron desde adentro y lo obligaron a entrar.
La puerta se cerró una vez más y el avión reanudó de nuevo su marcha para
despegar y elevarse por los aires para su cotidiana confrontación con el
viento, su encuentro con las nubes y el peligroso juego en el que desafiaba la
gravedad, la más democrática de las leyes existentes.
Cuando la aeronave
aún no tomaba gran velocidad apareció en la pista un singular personaje dando
fuertes voces que superaban en intensidad el fuerte ruido de los motores.
Al tiempo que gritaba corría y gesticulaba para llamar la atención de los
ocupantes del avión. Corrió con tanta velocidad que logró ponerse cerca
de la ventanilla de los pilotos y les hacía señas para que se detuvieran y les
abrieran la puerta.
Era un hombre alto,
como de 50 años de edad, flaco, de camisa blanca, pantalón blanco y vestido
marrón. Vestía exactamente como el excéntrico vendedor de lotería de la calle
15. Lo reconocí al instante como el hombre que en el vuelo de
la mañana había corrido detrás del último taxi del aeropuerto. Al parecer su
destino era correr de un lado a otro y era lo que había hecho a lo largo de esa
jornada: en la mañana corría desesperado para alcanzar un taxi y ahora corría,
quién iba a creerlo, detrás de un avión en marcha por el oscuro asfalto de la
pista de un aeropuerto de pueblo.
Todas las miradas
se fijaron en el desdichado pasajero en su alocada e inútil carrera detrás del
monstruo de los aires. Yo me dediqué a verlo a él pero también miraba
hacia las ventanillas en donde pude divisar el rostro nervioso de algunos
viajeros y creí alucinar cuando me pareció presenciar un forcejeo en el
interior de la nave.
El avión tomó el
impulso final y levantó vuelo hacia los aires a una velocidad mayor que la del
más rápido de los automóviles de la ciudad. Tuve la idea de que no había tomado
el rumbo de costumbre y supuse que estaban tomando las previsiones necesarias
para evitar los riesgos relacionados con el mal tiempo anunciado por las
autoridades meteorológicas.
Miré la veleta de tela raída y color rosado
desteñido: supe que el viento no soplaba en la dirección este-oeste
acostumbrada sino en sentido totalmente contrario. ¿Sería por eso que el avión
tomaba una ruta distinta? ¿O eran sólo ideas mías?
No tuve tiempo para
seguir pensando en esto porque las fuertes voces del pasajero retrasado
llamaron mi atención. Había dejado el maletín sobre una mesa y se pasaba
su pañuelo blanco sobre gruesas gotas de sudor (¿o agua?) que inundaban su
frente. Ese día fue testigo de todas las maldiciones que un hombre puede decir
cuando su frágil espíritu es abandonado por el dominio propio y se entrega
mansamente en los brazos de la ira.
Maldecía a la aerolínea por
desconsideración con sus viajeros frecuentes; insultaba al piloto porque, a
pesar de haberlo visto, no hizo lo posible para detener la nave; despotricaba
contra el sistema aeronáutico nacional por su falta de previsión para atender
casos como el suyo; se quejaba del tráfico pesado de una ciudad de calles
inservibles en donde era imposible que alguien llegara a tiempo al aeropuerto;
se lamentaba de las reuniones a las que no podría asistir esa tarde y decía
palabras tan groseras que me hicieron recordar la pelea de dos comadres (la
vendedora de arepas y la curandera) en la puerta de mi colegio la semana
anterior.
El hombre tenía un arsenal de epítetos contra el gerente de la
aerolínea, contra los taxistas, contras los reguladores de tránsito y contra
todo el que se le ocurriera.
Solo se calmó
cuando Adelino, el gerente del Hotel Familiar, se le acercó, le puso la mano en
el hombro y le habló en tono pausado:
-Deja la rabia, le
dijo. Vámonos para el hotel, almorzamos y después jugamos dominó toda la tarde.
Tú casi no descansas, aprovecha y disfruta de la tarde. Mañana temprano te vas
en el primer vuelo. El alojamiento de hoy es por cuenta de la casa. ¿Te parece
bien?
El tipo recogió de
nuevo el maletín, echó su última maldición y se dejó guiar de mala gana por
Adelino, rumbo al hotel en
donde pasaría aquel fuerte aguacero y jugaría una partida de dominó que le
ayudara a sobreponerse de la rabia que sentía. Casi nadie quedaba en el
aeropuerto y el avión era un punto invisible en esa porción de cielo por la que
nunca había visto circular una aeronave.
Cuando tomé mi
bicicleta para regresar a casa vi por última vez al pasajero de la corbata
junto con su hospedador. Juntos marchaban hacia el mejor hotel de la ciudad,
sin tener la menor idea de lo que había comenzado a suceder.
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