Por: Nuria Barbosa León
Periodista de Radio Progreso y Radio Habana Cuba
Yo recuerdo bien, aquella tarde. No puedo precisar la exactitud de la fecha, pero me viene a la memoria un día de verano en 1970.
En ese año se decidió suspender el desfile de comparsas y carrozas en los carnavales, Cuba estaba sumida en el compromiso de cumplir los diez millones toneladas de azúcar en la zafra.
Tenía 12 años de edad y andaba con mi amiguita Betty disfrutando de las actividades del Malecón. La novedad del momento era la gigantesca jarra de cerveza situada en una de las rotondas del parque Maceo que borboteaba espuma y se despachaba bien fría.
Para los niños y adolescentes quedaron otras jarras de menor tamaño ubicadas en la otra rotonda que vendía malta.
Lo vimos llegar, en una guagua de la ruta 67. Descendió de la Leylam, solo, como un paisano más. El chofer decía asustado: “se montó y me pidió que no hiciera otra parada que no fuera el parque Maceo”.
Todos lo vimos allí con su barba tupida y el pelo muy negro. Lo identificaba su uniforme verdeolivo, sus grados de comandante, y su andar ágil.
En seguida se corrió la voz: “Es Fidel” y ya las personas no lo vieron como alguien que deseaba disfrutar de la fiesta. Miradas indiscretas lo seguían a todos lados y yo rápidamente corrí a mi casa a decirle a mi papá.
No me quiso creer, y cuando se asomó a la ventana del apartamento que daba al parque su orden fue: “Hay que cuidarlo”
La multitud hizo coro para que nadie lo dañara, pero allí estaba él, escuchando los malestares de la población, ideando soluciones y buscando en cada uno de nosotros a algún conocido.
Mi madre se acercó a abotonarle la camisa para prevenirle un catarro y mi vecina, con una enfermedad terminal, no quedó en cama.
Con ella se tejió una leyenda porque una semana después murió con la palma de su mano en el pecho, muy junto al corazón. Entre las curvas blancas quedó registrada la firma del Comandante.
Periodista de Radio Progreso y Radio Habana Cuba
Yo recuerdo bien, aquella tarde. No puedo precisar la exactitud de la fecha, pero me viene a la memoria un día de verano en 1970.
En ese año se decidió suspender el desfile de comparsas y carrozas en los carnavales, Cuba estaba sumida en el compromiso de cumplir los diez millones toneladas de azúcar en la zafra.
Tenía 12 años de edad y andaba con mi amiguita Betty disfrutando de las actividades del Malecón. La novedad del momento era la gigantesca jarra de cerveza situada en una de las rotondas del parque Maceo que borboteaba espuma y se despachaba bien fría.
Para los niños y adolescentes quedaron otras jarras de menor tamaño ubicadas en la otra rotonda que vendía malta.
Lo vimos llegar, en una guagua de la ruta 67. Descendió de la Leylam, solo, como un paisano más. El chofer decía asustado: “se montó y me pidió que no hiciera otra parada que no fuera el parque Maceo”.
Todos lo vimos allí con su barba tupida y el pelo muy negro. Lo identificaba su uniforme verdeolivo, sus grados de comandante, y su andar ágil.
En seguida se corrió la voz: “Es Fidel” y ya las personas no lo vieron como alguien que deseaba disfrutar de la fiesta. Miradas indiscretas lo seguían a todos lados y yo rápidamente corrí a mi casa a decirle a mi papá.
No me quiso creer, y cuando se asomó a la ventana del apartamento que daba al parque su orden fue: “Hay que cuidarlo”
La multitud hizo coro para que nadie lo dañara, pero allí estaba él, escuchando los malestares de la población, ideando soluciones y buscando en cada uno de nosotros a algún conocido.
Mi madre se acercó a abotonarle la camisa para prevenirle un catarro y mi vecina, con una enfermedad terminal, no quedó en cama.
Con ella se tejió una leyenda porque una semana después murió con la palma de su mano en el pecho, muy junto al corazón. Entre las curvas blancas quedó registrada la firma del Comandante.
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