Por: Nuria Barbosa León
periodista de Radio Progreso y Radio Habana Cuba
Quizás sería imposible describir a otros pacientes. En mi profesión de enfermera conozco a muchos, pero una pareja de paraguayos marcaron mi memoria.
Ligia y Cipriano (sus compatriotas le decían Cipri). El un campesino, con arrugas hasta en el sombrero pero con una ceguera total en ambos ojos. Ligia, su acompañante se mostraba todo el tiempo atenta a él y al centenar del grupo que viajaron en enero del 2006. Fueron alojados junto a miles de latinoamericanos en Villa Tarará, un balneario ubicado a 20 km del centro de la Habana y que fue asumido como clínica internacional para la Operación Milagro
Ligia siempre tenía colgado a Cipriano de su brazo y juntos caminaron el primer día hasta la playa porque querían estar cerca del mar. Nosotros temimos de un catarro invernal y tratamos de impedir tal acción pero ellos nos pidieron con mucha fuerza la necesidad del sol y el agua marina.
Al regreso Cipriano dijo: “Hoy lo sentí, pero muy pronto lo veré”.
En los exámenes preoperatorio para Cipriano se le detectó una diabetes, enfermedad crónica que se puede controlar con dieta y medicamentos. Quizás fuera la causa de su ceguera pero no tuvo noción de padecerla y no conocía siquiera que existía y menos aún que necesitaría una dieta especial para contrarrestarla.
Supimos por su Historia Clínica que Cipriano provenía de Yatayty del Norte, departamento de San Pedro de Ycuamandiyú, Paraguay. Entre conversaciones también conocimos que Ligia no era su pariente. El “anciano” tenía sólo 53 años pero su apariencia era de un hombre mucho mayor. Estaba abandonado en su chacra, (campo), sin otra esperanza que inventar su comida del día y resignado a la oscuridad de sus ojos.
Cipriano fue un paciente con larga estadía en nuestro centro, casi un mes, los demás venían y regresaban a su país en menos de una semana, porque todo consistía en realizar los exámenes preoperatorio, decidir la operación, operarlo, y luego comprobar el resultado. Como se disponía de todo el equipamiento tecnológico, esas acciones se convertían en una rutina de pocas horas.
Tuvimos escasos pacientes de larga estancia y por eso lo recuerdo. Cipriano cumplía disciplinadamente con todas las orientaciones, velaba por su medicamento cual si fuera un relojero y los recibía con total alegría. Ligia en cambio, escribía todas las impresiones en su agenda para no olvidar un detalle y relatar la historia a su regreso.
El día de la operación me dijo Cipriano: “Seño, yo no sé leer, pero anote la fecha de hoy porque volveré a nacer”.
Así ocurrió, anoté la fecha y la del siguiente día en que le quitaron la venda de los ojos. Su alegría era infantil, tocaba todo a su alrededor, su diversión era contarnos los colores de los objetos que veía y reconocer hasta la tierra que pisó. Su último pedido antes de volver a su país fue ir al mar.
A su regreso me dijo:
--Ahora lo entiendo, soy hijo del mar y por eso nací nuevamente en Cuba
Quiso besar mi mano en señal de retribución, pero para mí, como cubana era humillarse ante algo insignificante. No lo dejé y entonces lloró. No por mi mal gesto sino por el agradecimiento albergado en su corazón y porque la lágrimas son también parte del mar
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