Por: Armando Balvuena
A propósito del documento enviado por las asociaciones Wayúu de las Salinas de Manaure al Ex Presidente Ernesto Samper Pizano y motivado por la importante información que existe sobre el conflicto suscitado por la propiedad de las Salinas de Manaure donde la Nación Colombiana reclama unos derecho y por el otro lado los Wayúu de las Salinas de Manaure apoyado en la justa causa de sus derechos ancestrales, el ordenamiento Internacional y las Sentencias recientes que le han dado ciertas ventajas nunca vistas en el contexto de los derechos indígenas a nivel Nacional, encontré el contenido de esta publicación que incorporó en la compilación bien organizada y publicada por Gustavo Custodio Valbuena Wouriyu en el año 2005 titulada “Las Salinas de los Wayúu”.
LA LECCIÓN DE LOS GUAJIROS se titula el artículo publicado por El Espectador, en fecha Julio 30 de 1923, por el cronista contemporáneo Luis Tejada, el cual considero como aporte en la construcción de la historia de Manaure, desde una perspectiva de su cultura, su riqueza natural y los conflictos suscitados por la propiedad territorial, el cual merecen la atención desde una comprensión jurídica de avanzada y como complemento a todo ese legado de reclamaciones desde lo legal que los indígenas del Occidente Colombiano han liderado. El artículo dice lo siguiente:
“Las noticias de hoy consignan una rebelión de los indios Guajiros en los alrededores de Riohacha. El corresponsal cuenta que los resguardos de las salinas están amenazados por un centenar de indígenas, bien montados, armados de carabinas y dardos, que se pasean por la playa con las largas melenas sueltas, como centauros.
Aun a riesgo de merecer el reproche de las gentes sensatas, no podemos ocultar nuestra simpatía hacia esa actitud fiera de los indios Guajiros. Es conmovedor y grandioso contemplar los últimos ímpetus de rebelión de un pueblo vencido, despojado, al través de los dilatados siglos, debajo de las cenizas y de los escombros, una pequeña brasa encendida, un poco de genuino espíritu racial, de orgullo tradicional, de sentido de independencia, de odio implacable al vencedor.
Es este en verdad un ejemplo, reducido en sus proporciones, pero solemne y significativo, para muchos otros pueblos que se creen superiores pero que son incapaces de conservar con cierta celosa fiereza su patrimonio espiritual, que dejan ahogar sin reato sus ideales propios y su civilización característica dentro de otros ideales y otras civilizaciones exóticos.
Es admirable la capacidad de resistencia de los indios guajiros a la conquista espiritual, al prurito de penetración de una civilización que nosotros creemos superior a la suya, pero que aun no se ha averiguado que lo sea; desde algunos años antes de la fundación de Santa fe, ya los homéricos guerreros indígenas del litoral luchaban arduamente contra la invasión y muchas veces estuvieron a punto de hacer fracasar la empresa de los conquistadores; muchas veces con solo sus malas armas primitivas arrollaron, vencieron y desbandaron entre la selva a los Bastidas, a los Lugos, a los Céspedes; mas de un valeroso capitán español cayó asaeteado como San Sebastián, entre los riscos ariscos de la costa; y cuando, por medio de estratagemas ingeniosas o por el efecto desmoralizador que producían las armas de fuego y la presencia milagrosa de los caballos, los intrusos lograban un triunfo sobre los poseedores legítimos de la tierra, no podían en verdad vanagloriarse mucho tiempo de ello; porque después de cada derrota, los guerreros indígenas renacían con más vigor, con más ánimo, y volvían al combate resueltos a morir, como murieron tantos y tantos, antes que entregarse al yugo oprobioso.
Han pasado desde eso largas centurias; el dominio de los conquistadores se propagó y estabilizó sobre el suelo americano; se hizo eterno e irrevocable; toda lucha contra ellos es utópica, fantástica, imposible: desde el punto de vista del indígena, toda esperanza de redención, de liberación, está perdida; ni aun cuando en sus almas místicas existiera, como en el pueblo judío, la presunción de un milagro lejano, asentada sobre la base leve de una profecía, podrían nuestros indígenas acariciar esa esperanza, porque toda fe se ahogaría ante la formidable realidad; sin embargo, sin fe, sin esperanza, se sostiene aún en muchos de ellos la conciencia de la libertad, el instinto de la rebelión; no han transigido íntimamente con el vencedor; lo odian, lo repelen y se alzan contra él siempre que encuentran oportunidad, no importan las condiciones infinitas de desigualdad y la seguridad previa de la derrota.
¡Ah, esta es una lección estupenda para nosotros, como pueblo en probabilidad de ser conquistado, que así estamos, y como pueblo conquistador que fuimos en una remota época; quizá somos tan fáciles de absorber por otra raza y otra civilización, como torpes hemos sido en imponer a nuestro turno nuestra raza y nuestra civilización a los pueblos vencidos.
¿Qué hemos hecho, en el curso de nuestra historia, en favor de los núcleos indígenas? Nada, esquilmarlos, oprimirlos y embrutecerlos por todos los medios religiosos, oficiales e individuales que están al alcance del hombre.
Ni los héroes burgueses de la Independencia, ni el decantado genio universal del Libertador, ni las burocracias envanecidas que han explotado después el país, se ha preocupado jamás por hacer extensivos a las masas indígenas los derechos del hombre, ni siquiera los derechos del animal doméstico, consagrados hoy prácticamente en todos los países civilizados.
Sin embargo, es innegable que ellos tienen un derecho más legítimo que nosotros a la tierra en que nosotros vivimos y al aire libre que respiramos; no reconocerlo así siquiera en parte, constituye la más monstruosa injusticia histórica que se ha cometido en el mundo.
¿Cómo vamos a condenar, pues, la rebelión de los Guajiros o de los indios de Tierradentro, que también en estos momentos están sobre las armas? Su guerra a nuestra civilización es una guerra santa, justa y bella; a su lado debe militar el dios de la desesperanza sin límites y de la libertad inalcanzable; el dios de Espartaco, de Cuauhtemoc, de Abd-el-Krim y los soldados rifeños, de todos los héroes que han luchado contra la iniquidad abrumadora.
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