Biografías

miércoles, 2 de septiembre de 2009

Laguna de Majupay: crónica de paisajes y leyendas

Este artículo del profesor Alejandro Rutto Martínez acaba de ser publicado al portugués y al inglés por la revista Mirada Global

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Colombia / Medio Ambiente – El poeta Armando Torregrosa se fue un día para la laguna de Majupay en busca de inspiración, pero se hizo de noche sin que pudiera escribir una sola línea. Desesperado por la sequía literaria del momento fijó su vista en el horizonte y pudo ver a la distancia a un anciano Wayúu, en cuyas barbas blancas se encendían de manera intermitente las luces resplandecientes de las luciérnagas.

Esa imagen de singular belleza le sirvió para comenzar a escribir los versos de su libro Guajirindia y para darle fuerza a la leyenda del abuelo de las barbas de maíz, el cual se convertiría con el tiempo en uno de los personajes emblemáticos de la ciudad fronteriza.

Años después, casi sin que nadie se diera cuenta, esa laguna dejaría de existir y sólo quedaría en los libros del poeta y en los recuerdos de quienes la conocieron o escucharon acerca de su existencia.

Alguien que no la olvida es el profesor Elver Romero. En una de esas jornadas en que siente que las clases no deben darse sólo en las cuatro paredes del aula, se fue con sus alumnos a un lugar del barrio y señaló hacia el horizonte: "en ese punto exacto quedaba la laguna de Majupay", les dijo.

Los muchachos dirigieron la mirada hacia donde se les indicaba pero sólo vieron casas, personas y utensilios domésticos: desde hace treinta años la laguna, símbolo de la identidad de Maicao, desapareció ante la mirada descuidada y perezosa de las autoridades y de la comunidad.

El historiador Manuel Palacio Tiller la recuerda "como el sitio en donde pastaba y bebía agua el ganado de su familia y los animales de quienes fundaron la más populosa ciudad de la Guajira a mediados de los años 20". Con voz afligida y la mirada nostálgica recuerda los días en que acompañaba a sus mayores en los paseos de la tarde a un sitio en el que el paisaje era sobrecogedor: la vegetación era distinta a la de otras partes de la Media Guajira; los pájaros cantaban en un concierto a los rayos anaranjados de la tarde; los niños y jóvenes retozaban todo el día hasta el cansancio; los burros esperaban pacientemente a sus amos, y de vez en cuando les expresaban su impaciencia con rebuznos que le daban un color de alegría a la jornada.

Majupay era una laguna pero también un ecosistema en perfecto equilibrio. Allí habitaban algunas criaturas, y otras eran atraídas por el agua y la frescura.

Las aves migratorias procedentes del norte hacían una escala en sus orillas para reabastecerse de líquidos y alimentos antes de proseguir su largo viaje hacia el sur del continente; los insectos llenaban el paisaje con sus cantos y sus luces; las serpientes se divertían en un ritual de juegos y procreación; los chivos y ovejas llegaban por millares e invadían todo el espacio disponible con sus voces características y su olor inconfundible.

Quien viera este paisaje y observara además los cardones milenarios y los trupillos imperturbables, se sentiría atrapado por la belleza indescriptible del paisaje natural más conmovedor de la época.

La felicidad comenzó a terminarse cuando las laguna mostró sus primeros síntomas de cansancio: al principio se secaba durante el verano; luego se secaba después de que transcurrieran las primeras lluvias; y finalmente sobrevino su agonía definitiva: la laguna ya no reservaba sus aguas ni aunque lloviera.

Y como si lo anterior fuera poco, un grupo de personas desesperadas por la falta de vivienda para sus familias, decide aprovechar lo que equivocadamente consideraron un lote abandonado, para fundar un barrio. En una irónica muestra de agradecimiento, denominaron "Majupay" a su nuevo hogar.

El maestro hubiera querido llevar a sus estudiantes a la verdadera laguna pero hoy estaban ante lo que queda de ella: un barrio, en donde la gente vive con el temor de que la laguna resucite un día cualquiera y presente su cuenta de cobro, como ya lo hizo en 1995 y 2003, cuando, tras intensos aguaceros, recobró la vitalidad de sus edad primera y estuvo a punto de causar una tragedia de incalculables proporciones.

Cuando caía la tarde, el profesor Romero anunció el regreso a casa. Pero uno de los jóvenes le pidió mirar hacia una de las casas del lugar: en la terraza, justo debajo del más anciano trupío (N. de la R: árbol de aproximadamente 12 ó 14 metros de altura, de follaje frondoso), un niño escribía sus tareas en el cuaderno.

Todos recordaron la imagen del maestro Torregrosa escribiendo sus versos libertarios y sus leyendas portentosas. Entonces decidieron esperar un poco más: talvez con un poco de paciencia podrían escuchar el concierto enternecedor de las aves y ver al abuelo.

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