Diego Maradona: "Yo crecí en un barrio privado... privado de luz, agua, teléfono..."
Por: Abel Medina Sierra
“Perita” lo llamábamos, creo que ya no lo recuerdan por ese nombre. Se que vive en el otro extremo de la ciudad al que le decían hace algunos años “El Caguán”, no será por lo tranquilo.
Cuando uno se cambia de barrio hasta los apodos se diluyen. Quizás lo llamen por el nombre con el que lo bautizaron por allá por los lados de Barrancas: Albert López Bolívar. Supe su nombre cuando coincidimos en la misma escuela, “La Pública”, uno de los pocos planteles oficiales de los 70`s a la que acudíamos niños de todos los barrios de la ciudad. Esto hace varios años, tantos que muchos nombres incidentales de esta historia ya hacen parte del inventario de ausencias.
“Perita” era menudito, aunque se le contaban las costillas sus brazos y su pecho eran de una consistencia atlética, ancho de hombros y flaco de cintura. Su pelo de sortijas encrespadas, sus piernas corticas y su andar de torero ufano no pasaban desapercibidos, “Culito parao” decíamos en la cuadra. Había llegado con sus padres como parte de una inmensa colonia familiar que desde entonces comenzó a poblar esta frontera: los López.
Su abuelo, Eusebio López había dejado como al desgaire unos cuarenta hijos regados por toda La Guajira. También su padre arrastraba la estela de semental irrefrenable. Los López encontraron en el negocio compra venta y repuestos de carros un oficio que parece haber contagiado a todos sus descendientes, incluso a “Perita”.
No recuerdo cómo comenzó nuestra amistad, sería por el fútbol, sus hermanos y yo nos hicimos solidarios hinchas de Millonarios, un equipo “cachaco” por llevarle la contraria a los Muñoz, unos vecinos recalcitrantes, chauvinistas y apasionados hasta el paroxismo por el Junior. En la escuela estábamos en el mismo salón.
Por: Abel Medina Sierra
“Perita” lo llamábamos, creo que ya no lo recuerdan por ese nombre. Se que vive en el otro extremo de la ciudad al que le decían hace algunos años “El Caguán”, no será por lo tranquilo.
Cuando uno se cambia de barrio hasta los apodos se diluyen. Quizás lo llamen por el nombre con el que lo bautizaron por allá por los lados de Barrancas: Albert López Bolívar. Supe su nombre cuando coincidimos en la misma escuela, “La Pública”, uno de los pocos planteles oficiales de los 70`s a la que acudíamos niños de todos los barrios de la ciudad. Esto hace varios años, tantos que muchos nombres incidentales de esta historia ya hacen parte del inventario de ausencias.
“Perita” era menudito, aunque se le contaban las costillas sus brazos y su pecho eran de una consistencia atlética, ancho de hombros y flaco de cintura. Su pelo de sortijas encrespadas, sus piernas corticas y su andar de torero ufano no pasaban desapercibidos, “Culito parao” decíamos en la cuadra. Había llegado con sus padres como parte de una inmensa colonia familiar que desde entonces comenzó a poblar esta frontera: los López.
Su abuelo, Eusebio López había dejado como al desgaire unos cuarenta hijos regados por toda La Guajira. También su padre arrastraba la estela de semental irrefrenable. Los López encontraron en el negocio compra venta y repuestos de carros un oficio que parece haber contagiado a todos sus descendientes, incluso a “Perita”.
No recuerdo cómo comenzó nuestra amistad, sería por el fútbol, sus hermanos y yo nos hicimos solidarios hinchas de Millonarios, un equipo “cachaco” por llevarle la contraria a los Muñoz, unos vecinos recalcitrantes, chauvinistas y apasionados hasta el paroxismo por el Junior. En la escuela estábamos en el mismo salón.
Cada uno tenía su reino, el mío era la escuela, allí mandaba yo. Yo ideaba las claves para “soplarle” en los recurrentes exámenes de falso y verdadero. El mandaba en la cancha, bueno no siempre era cancha, la mayoría de veces era la calle arenosa o el patio semi-enmontado. Allí en los partidos de pies descalzos, con pases magistrales que yo no aprovechaba (el fútbol no fue territorio fértil para mi destreza) me devolvía los favores académicos.
Nos unía también la inclinación hacia la música, entonces yo soñaba con emular a Alfredo Gutiérrez. El cantaba rancheras como “El perro negro” y elogiaba a los charros mejicanos; a mi me fascinaba el vallenato como “La creciente”, al fin ni él ni yo palpamos fortuna en nuestras voces.
“Perita” era mi héroe cuando estaba en sus dominios, creo que él admiraba mis desempeños académicos. Lo suyo era la bola de trapo; la escondía, la pegaba como si fuera una prolongación de sus diminutos pies, le imprimía combas que desafiaban las leyes físicas. Su vertiginosa carrera con la pelota lo hacía incontrolable para todo defensa.
La magia del engaño en su diminuto cuerpo. Esa “pera” no era fácil para ninguno que le tocara la suerte de estar en el equipo contrario. Entre sus cualidades para el fútbol estaba su notable condición para el remate, una patada con rauda dinamita.
No era para menos, era hermano de Eustorgio López, aquel que pensaron suspender de los campeonatos pues la liga de fútbol no quería asumir las pérdidas de arreglar las mallas, cada partido que éste anotaba las rompía todas. Los fanáticos perdieron la cuenta de cuántos arqueros había “privado” en su rutilante carrera de fusilazos al arco.
Los partidos del barrio tenían la pícara alegría de un puntero que abría zanjas en toda defensa, que rompía con fuerza y velocidad todo esquema, que quebraba cinturas con magia de contorsionista, dribbling certero e intuición electrizante. Sus pies descalzos parecían volar sobre las arenosas canchas. “Perita” fraguaba un futuro de estadios repletos y apoteósicas ovaciones, su mañana tenía cara pecosa de balón y olor a sudor y grama.
Los técnicos de equipos infantiles y juveniles preguntaban por él, los jugadores mayores se escapaban a admirar su hábil gambeta, “Perita” pedía a gritos un cupo para sus piernas en el estrecho estante de la gloria pobre de nuestro fútbol.
Cuando Gaby Salas, un próspero marimbero, contrabandista y gallero con prurito despilfarrador armó un equipo juvenil de fútbol reclutando los mejores prospectos de la ciudad, “Perita” fue el primero en su lista. “La Bodega” se llamaba el equipo, en honor al almacén donde Gaby guardaba sin recato su contrabando de café. Para este excéntrico mecenas del fútbol su pasión por el equipo de nuestras preferencias, el desteñido multicampeón capitalino, le hizo conformar su propio club que vestía también de azul de los Millonarios.
Con sana envidia disfruté ver a mi ídolo con el número de Willington Ortiz, allí estaba “Perita”, presto a apurar los primeros tragos del éxito.
El debut de “Perita” en el campeonato municipal fue unos de los eventos que más ha despertado entusiasmo en mi vida. Me consolaba saber que yo era una de sus amistades predilectas, que varias veces sus cinco en el salón tenían una deuda conmigo, quién creería que el lunes próximo no turnaríamos a cantar el su “Perro negro” y yo mi “Creciente”.
“Perita” era mi héroe cuando estaba en sus dominios, creo que él admiraba mis desempeños académicos. Lo suyo era la bola de trapo; la escondía, la pegaba como si fuera una prolongación de sus diminutos pies, le imprimía combas que desafiaban las leyes físicas. Su vertiginosa carrera con la pelota lo hacía incontrolable para todo defensa.
La magia del engaño en su diminuto cuerpo. Esa “pera” no era fácil para ninguno que le tocara la suerte de estar en el equipo contrario. Entre sus cualidades para el fútbol estaba su notable condición para el remate, una patada con rauda dinamita.
No era para menos, era hermano de Eustorgio López, aquel que pensaron suspender de los campeonatos pues la liga de fútbol no quería asumir las pérdidas de arreglar las mallas, cada partido que éste anotaba las rompía todas. Los fanáticos perdieron la cuenta de cuántos arqueros había “privado” en su rutilante carrera de fusilazos al arco.
Los partidos del barrio tenían la pícara alegría de un puntero que abría zanjas en toda defensa, que rompía con fuerza y velocidad todo esquema, que quebraba cinturas con magia de contorsionista, dribbling certero e intuición electrizante. Sus pies descalzos parecían volar sobre las arenosas canchas. “Perita” fraguaba un futuro de estadios repletos y apoteósicas ovaciones, su mañana tenía cara pecosa de balón y olor a sudor y grama.
Los técnicos de equipos infantiles y juveniles preguntaban por él, los jugadores mayores se escapaban a admirar su hábil gambeta, “Perita” pedía a gritos un cupo para sus piernas en el estrecho estante de la gloria pobre de nuestro fútbol.
Cuando Gaby Salas, un próspero marimbero, contrabandista y gallero con prurito despilfarrador armó un equipo juvenil de fútbol reclutando los mejores prospectos de la ciudad, “Perita” fue el primero en su lista. “La Bodega” se llamaba el equipo, en honor al almacén donde Gaby guardaba sin recato su contrabando de café. Para este excéntrico mecenas del fútbol su pasión por el equipo de nuestras preferencias, el desteñido multicampeón capitalino, le hizo conformar su propio club que vestía también de azul de los Millonarios.
Con sana envidia disfruté ver a mi ídolo con el número de Willington Ortiz, allí estaba “Perita”, presto a apurar los primeros tragos del éxito.
El debut de “Perita” en el campeonato municipal fue unos de los eventos que más ha despertado entusiasmo en mi vida. Me consolaba saber que yo era una de sus amistades predilectas, que varias veces sus cinco en el salón tenían una deuda conmigo, quién creería que el lunes próximo no turnaríamos a cantar el su “Perro negro” y yo mi “Creciente”.
Allí estaba en el estadio, impecable, con su postura de torero ufano, su “culito parao”, sus botines recién comprados, el número siete del “Viejo Willy”, su cintura presta al engaño, su carrera predispuesta a la burla, su rifle montado para castigar arqueros. Allí estaba mi héroe, y el barrio entero se había volcado a aplaudir sus gestas balompédicas.
Petronio Zúñiga era el árbitro, un matusalén que todos conocían por que casi siempre caminaba descalzo las calles llenas de alfileres del centro. Únicamente usaba zapatos cuando oficiaba como árbitro. Era reconocido por su imparcialidad y su semblante hurañamente cuarteado por los años. Cuando Petronio dio el pitazo inaugural los aplausos ya agitaban la sonrisa de “Perita”.
Petronio Zúñiga era el árbitro, un matusalén que todos conocían por que casi siempre caminaba descalzo las calles llenas de alfileres del centro. Únicamente usaba zapatos cuando oficiaba como árbitro. Era reconocido por su imparcialidad y su semblante hurañamente cuarteado por los años. Cuando Petronio dio el pitazo inaugural los aplausos ya agitaban la sonrisa de “Perita”.
Pasaban los minutos, “Perita” corría y corría, con denuedo, con bravío entusiasmo, pero la pelota, esquiva, se volvía un untuoso jabón entre sus piernas, se escapaba hacia la banda lateral, sus tiros al arco se desviaban, sus dribblings centelleantes dieron paso a una torpeza de paquidermo, no había resquicio para su genio. Era otro.
Su magia escaseaba, su gambeta no engañaba ni a un poste; su galope era deslucido y lento. La desilusión temprana. Mi entusiasmo se diluyó con los minutos, los aplausos comenzaron a escasear, lo abucheos le demostraron la sucia cara del fracaso. Fue entonces que lo vimos acercarnos a su técnico, el siempre cascarrabias “Encho” Escudero, “si me dejan quitar los zapatos soy otra cosa” se le oyó decir. El partido fue parado ante el desespero estentóreo de Gabby Salas.
Le pidieron al árbitro que le permitiera jugar sin los botines como le permitían en los partidos amistosos con Los Diablos Rojos del barrio Pastrana o con el Deportivo “Lucky Cotes” del reconocido marimbero de Riohacha. La magia estaba en sus pies descalzos, en sus dedos pequeñitos, en su empeine firme, en el contacto vivo con la arena y el balón. Petronio no transigió a pesar de los reclamos y amenazas de la enfurecida banca azul y las amenazas de Gaby Salas. El cambio no se hizo esperar, - sale “Perita”, entra Nieves – lapidó el técnico, una tarde de decepción.
Asistimos a otros partidos de “La Bodega”, siempre ganaba, era un equipo triunfador, arrasador, ahora tenía otros ídolos: Vitico, Polo, un flaquito que le decían “La yilé” por sus filigranas de artista. Claro a quines conocíamos a “Perita” sabíamos que nunca lo igualarían. “Perita” se fue acostumbrando a la banca.
Asistimos a otros partidos de “La Bodega”, siempre ganaba, era un equipo triunfador, arrasador, ahora tenía otros ídolos: Vitico, Polo, un flaquito que le decían “La yilé” por sus filigranas de artista. Claro a quines conocíamos a “Perita” sabíamos que nunca lo igualarían. “Perita” se fue acostumbrando a la banca.
Allí lo observaba, su uniforme impecable, así regresaba a casa de la vieja Pilar, sin untarse de la arena que tanto añoraba, sin la alegría original del gol propio, sólo con el consuelo del gol ajeno. En la banca se desvanecía su raudo ímpetu, la burla de sus piernas, la picardía de sus pies, su sonrisa se tornaba mustia. En las prácticas aún se gozaba con su pericia y arte, pero en cada partido la fría banca le hacía lamentar de los relucientes botines que le robaban su magia. -Porqué no hacían campeonatos de pies descalzos– preguntábamos sus amigos - .
Con los días perdió amor por el fútbol, también con los días se mudó del barrio. Cuando terminamos la primaria los caminos se bifurcaron y las oportunidades de encontrarnos se limitaron. Muchos años después, en unas vacaciones de semana santa lo encontré en una playa, jugaba al fútbol con una pelota rebotadora. Aún conserva la cara del niño travieso, aún tenía picardía, aún sonreía con los recuerdos. Su imagen del pasado fue tomando forma en mi memoria. Ahora lucía muchas cadenas en el pecho y usaba pistolas como los “cachaafuera” de la región.
Con los días perdió amor por el fútbol, también con los días se mudó del barrio. Cuando terminamos la primaria los caminos se bifurcaron y las oportunidades de encontrarnos se limitaron. Muchos años después, en unas vacaciones de semana santa lo encontré en una playa, jugaba al fútbol con una pelota rebotadora. Aún conserva la cara del niño travieso, aún tenía picardía, aún sonreía con los recuerdos. Su imagen del pasado fue tomando forma en mi memoria. Ahora lucía muchas cadenas en el pecho y usaba pistolas como los “cachaafuera” de la región.
Al preguntar por él me dicen que compra y vende carros venezolanos, también me dicen que se ganó una vez la lotería. Ahora luce en carros vidrio-ahumados, será por eso que no lo veo desde hace muchos años, ahora lo llamarán por su nombre. Cada vez que lo recuerdo, me asalta la frustración por los guayos que no dejaron trascender su fibra campeona. Para mi siempre será “Perita”, el crack de los pies descalzos.
.
Personas que han leído este artículo desde el 25 de marzo del 2.009 a las 7:30 de la noche, hora colombiana:
web counter code
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Tu opinión es sumamente importante para nosotros. Te invitamos a enviarnos tus comentarios sobre las notas que has leído.